TLATOANI ORTIZ
La primera vez que estuve en una prisión fue por una mujer. Ahora estoy viejo y he dormido muchas veces en las celdas minúsculas, los diminutos y fríos cubos de concreto que tienen para los ebrios sin fortuna, los raterillos de poca monta, los locos que gritan en las calles y los que no tienen dinero para engrasar el duro engrane de la justicia.
Ya varias veces me han llevado y he salido, he sentido el primer calor del sol en mi rostro al salir de la celda de castigo, y al estar en el patio de la Comandancia municipal el frío de la mañana, de pie y sin zapatos para no terminar de matarme en los separos.
La primera vez fue por Ana. Ella en la secundaria era primorosa, un sueño. Ana y sus calcetas blancas, sus ojos de cierva y sus cabellos despeinados. Ana y su boca de fresa, la falda arriba de la rodilla y sus piernas largas largas.
Había días en que me levantaba de madrugada y feliz, feliz incluso de ir a ese templo estúpido que era la secundaria pero por ir a verla, por sentarme detrás de Ana y respirar el aroma de su ser, su inevitable olor a shampú, a perfume y ropa limpia.
Feliz tomaba el atestado bus para ir a la escuela, feliz aguantaba las horas de tedio por Ana, hasta las clases eran llevaderas a su lado. Y cuando la soñaba, despertaba triste. Mi alegría se quedaba en el sueño, donde me dejaba besarla y me abrazaba y decía, eres mi amor.
Luego era yo un incrédulo entre sábanas, triste ante la fría mañana y la realidad, de que Ana no me amaba. Le gustaban mayores que ella, carilindos, de piel clara. Nada parecido al desastre gordo que se sentaba detrás de ella. Para ella no existí más que como compañero de clase, como risa ocasional en el salón. Aunque me desviviera por morderle las rodillas, perderme en su ser.
En ese entonces todos los varones rayábamos. Practicábamos graffitis y apodos en las libretas, las paredes de los baños, las escaleras para subir a las aulas y las chamarras del uniforme de educación física.
Así, Mauricio era Tempesta, Camilo era Crótalo y Poncho era Nova. De los demás no me acuerdo, ahora son fantasmas difusos en mi memoria. Yo era Polvo, porque me parecía poética la nube que te ciega en los caminos antes de la lluvia. Polvo polvo polvo, me gustaba rayar las bancas del salón y las puertas de los baños, pero nos decíamos “Hace falta darse a conocer, salir a rayar las calles” pero nunca íbamos y todo quedaba en aventuras imaginadas.
Pero un día me dijo el Nova, Poncho como le decía su madre:
-Qué pedo, vamos a rayar en la noche.
Y como en ese tiempo el Nova y yo éramos compas pues nos pusimos de acuerdo y quedamos para la noche siguiente en cierto punto, detrás de la escuela, muy cerca del gimnasio y las canchas del complejo “Venustiano Carranza”.
Pensando en Ana me daba valor, pensando en rayar su nombre junto al mío, esa idea me sacaba de cama y me hacía empacar, bien envueltas en una playera vieja, dos latas de pintura negra y plateada.
Tomé un taxi rumbo a la secundaria. El taxista se sacó de onda al verme, tan joven y casi de madrugada abordar su unidad, olorosa a cigarro y aromatizante de pinito.
-A la secundaria técnica número uno- le dije y abracé mi mochila, que sonó traicionera, clac clac, por las latas de aerosol.
Clac clac en cada tope, y cincuenta varos al llegar a la secundaria. El boulevard lucía amplísimo a esa hora, oscuro y sin coches en toda su extensión.
De repente pasaba algún auto a toda velocidad, echando las luces altas como si con eso pudiera evitar un accidente.
Comencé a caminar al punto de reunión. Al pasar frente a la escuela, rumbo al Venustiano, vi como a media cuadra una camioneta negra de la policía. Venía despacio y con la torreta apagada, cazando en la noche.
Sentí que el alma se me escapaba cuando me escondí detrás de una caseta de tortas, confiando sólo en la penumbra que brindaban unos pocos árboles de la acera. Me repegué lo más que pude a la lámina de la caseta, y pelé oído para escuchar si se bajaban, porque si lo hacìan tendría que decidir si arriesgarme a ser capturado solo, o jugarme todo en una loca huida a través de la oscuridad.
La patrulla pasó despacio, ignorando mi miedo tras la caseta de las tortas. Esperé y esperé hasta que pude verlos a lo lejos, dando la vuelta rumbo a Jalatlaco. Me asomé a ver si había peligro, y abrazando la mochila caminé respirando hondo hacia el gimnasio.
El Nova ya estaba ahí, sentado en la oscuridad junto a una reja. Nos saludamos, le conté lo de la patrulla y se rió. Luego nos fuimos a la pared que rayaríamos.
Era una pared inmensa y recién pintada junto al campo de futbol. Ana vivía cerca de ahí y sin duda vería mi graffiti, vería su nombre junto al mío y comprendería que arriesgarse así, por ella, sólo podía significar amor verdadero.
Eso era lo que yo pensaba, y en eso pensando pensando me vi dibujando con las latas un grafo gordo y de aspecto infantiloide en la oscuridad.
El Nova también se aplicó chido. A esa hora la noche nos protegió y pudimos observar culminados nuestros grafos. Él, Nova en azul y un “Chinguen a su madre los de tercero A”, yo, Polvo en negro junto a un “Ana te quiero mucho”.
Nos reímos pensando en la sorpresa de los compañeros y las amigas el lunes, cuando vieran nuestra audacia, nuestra locura juvenil que no volverá.
Nos había quedado pintura en las latas y decidimos regresar a la secundaria, para rayar la puerta por donde salíamos entre semana. Caminamos aprisa para salir del callejón que conducía del gimnasio a la escuela, y en ese maldito momento sucedió todo.
Justo al pasar bajo una de las escasas farolas con nuestras mochilas y nuestras caras de niños a las tres de la mañana, justo en ese momento una patrulla de la Municipal dio vuelta hacia el callejón. Sus luces bajas me parecieron los ojos de un animal en la noche, y cuando paró frente a nosotros y encendió su torreta supe que todo había comenzado, lento pero seguro, a valer verga.
-¿Qué andan haciendo, cabrones?
-Nada, sólo venimos llegando de viaje
-A ver sus mochilas
-No, si no traemos nada, sólo ropa.
Luego recuerdo su gesto de fastidio, su cara de guardia prieto, de ojete bien hecho. Recuerdo la risa de su compañero al ver nuestro miedo, nuestro temblor de niños acorralados, su risa cínica al empezar a llamar por ese pinche radio que cargan todos los malditos policías, su violencia cuando nos arrebataron las mochilas, y el odio frío primero, luego la risa burlona cuando descubrieron su contenido, las cerraron malamente y las arrojaron al interior de la patrulla. Luego, el escalofrío que me recorrió cuando dijo:
-Súbanse antes de que les partamos su pinche madre.
Nova y yo en el asiento trasero de una patrulla. Trece años y dando un paseo con dos policías en medio de la noche. Hay gente que hace eso y no los vuelven a ver jamás. Nova y yo cagados de miedo, al ver que nos llevaban por calles oscurísimas y desconocidas. Estaba aterrado: nadie sabía que estábamos ahí, esos ojetes se reían de nosotros y nos insultaban, mirándonos desde el retrovisor.
Mucho después entendí que ese paseo es justo para eso, para debilitarte. Cuando te atrapan no te llevan inmediatamente a tu celda, no. En ese paseo te hacen sentir que estás completamente bajo su poder, y por eso te pierden, te marean para que te desorientes y empieces a hablar, a rajarte, a tratar de negociar.
Éramos tan jóvenes que no podíamos ni pensar claramente, todo era ese ir y venir del carajo por calles oscuras, escuchando a nuestros captores riendo e insultando. Ni siquiera se nos había ocurrido ofrecerles dinero.
Pensé en mis padres, en mi casa allá lejos, en todas las posibilidades que entraban en juego en ese momento. Lo que más me daba miedo era que me llevaran a prisión, porque ahí sí, irremediablemente, mis padres tendrían que enterarse. Temblé de sólo pensar en la tristeza y la vergüenza que le daría a mi madre cuando me fuera a buscar a prisión, en las recriminaciones de mi padre, en todo eso y me sentí terrible, miedo por todos lados en ese horrible asiento trasero de la patrulla.
También pensé que nos iban a dar una madriza, la peor de nuestras vidas. Miraba las calles vacías sintiendo el aire frío colándose por la ventanilla, escuchando de pasada los grillos que se oían entre las grietas.
¿Qué estaría haciendo Ana en ese momento? La imaginé durmiendo, bellísima y suave entre cobijas, imaginé su calor, lo que se sentiría mirarla dormir, respirando su aliento. ¿Qué pensaría cuando se enterara de que nos agarraron? Lo más probable es que se reiría, eso al menos me hacía pensar que tendría algo que contarle y mirar su risa.
-¿Cómo le vamos a hacer, pues?- nos dijo mirándonos desde el retrovisor el policía que iba de copiloto-Si los llevamos directamente a los separos de ahí los van a mandar al Consejo de Tutela, y de ahí sí va a estar muy cabrón que los saquen. O ustedes dicen cómo nos arreglamos.
Mientras nos decía esto pasaban por mi cabeza breves imágenes, como escenas de la película de mi vida, imaginaba a mi madre infartándose cuando se enterara, las madrizas que mi padre me proporcionaría tan pronto traspusiera la puerta del tutelar de menores, la vergüenza en mi familia, las caras de reprobación de mis tíos. Observé a Nova, quien miraba entre incrédulo y temeroso al policía que manejaba la patrulla.
-Véanle cómo se cooperan-soltó riendo cínicamente el policía que nos conducía por esas calles oscuras.
Nova volteó a mirarme, y me dice:
-No mames, yo no traigo varo-
Luego le digo que yo sólo traigo 30 pesos, Nova saca de su bolsillo unas monedas y me acompleta cuarenta y ocho pesos. Una bicoca.
-Sólo juntamos 48 varos-
-Ahí traen, no chinguen-
-O si quieren vámonos de una vez a la comandancia, para que los entamben, para que ya se dejen de mamadas de andar grafiteando las casas, ¿qué no saben que cuesta pintar las pinches casas?
-Es que no traemos lana-
-Váyanse a la verga
-Es que de verdad no traemos dinero
-¿Cómo ves?- le dice el que maneja al de su lado- ¿les rompemos su madre por andar rayando las casas? De una vez para que se les quite lo pendejos.
-Yo digo que sí-le responde el graso copiloto-así para que se eduquen, pónganse a trabajar hijos de su puta madre. Yo me levanto temprano todos los pinches días y ¿para qué? Para puras chingas, puras putizas aquí en la tira, para mantener a mis hijos, y no son unos vagos como ustedes, pendejos. Vamos a llevarlos a la Comandancia, ahí a ver qué chingados hacen, por pendejos y por no traer ni cien pinches pesos.
-Están jodidos, bien jodidos, chavos. ¿Qué pinche necesidad es ésa de andar dañando la propiedad privada? ¿No saben de las putizas que llevan sus padres para darles su ropa, o darles de tragar? Y ustedes para lo único que lo aprovechan es para chingar a otros, no mamen.
Nova y yo escuchábamos con miedo, desconcertados. ¿Nos iban a meter a la cárcel por escribir un par de apodos en una pared, un par de mensajes para nuestra generación y nuestra ciudad? Lo único que deseábamos∫ era dejar una marca de nuestro paso, una señal de nuestra existencia. Que nos conocieran por algo audaz, atrevido, fuera de toda norma.
Quería que Ana sintiera amor por mí, por haberme arriesgado a hacer algo ilegal y según yo audaz por ella. Pero ahí estábamos Nova y yo, escuchando a estos policías corruptos pidiéndonos primero un soborno y luego queriendo darnos lecciones de moral. Policías que habían estado a nada de molernos a puntapiés en alguna calle miada de la ciudad, diciéndonos que todo era en nombre de que sus hijos comieran, como si la iniquidad estuviera justificada con el hambre.
-Están jodidos, chavos, bien pinches jodidos.
Y la patrulla dio vuelta en la esquina de la Comandancia.
Una cuadra antes de llegar a la Comandancia municipal, el poli que manejaba encendió la torreta y la sirena. Un ulular del carajo recorrió todas las casas del vecindario. Antes de llegar, tenían que avisar que llevaban un par más de víctimas nocturnas.
-Ora sí van a ver, pendejitos.
Entramos en la Comandancia, un edificio gris y verde oscuro, de paredes sucias y un gran patio interior, donde se albergaban de un lado las camionetas y patrullas de la Municipal. Varios policías bromeaban subidos en la batea de una de las camionetas que estaban más a la entrada, algunos con un vasito de unicel en la mano y dos de ellos fumando cigarrillos. Cuando pasamos frente a ellos, bajaron la voz y nos miraron a través de las ventanillas.
Los policías nos bajaron a empujones del coche y nos llevaron a través del pasillo de entrada a las oficinas de aquel recinto. Más paredes sucias, policías en cada lugar y al fondo, una oficina que se veía pintada hace años por un amarillo ocre, con un señor durmiendo en una litera al lado de un escritorio. El señor roncaba y parecía abotargado, desparramado en el estrecho catre malcubierto con una cobija percudida.
El policía copiloto lo movió sacudiéndolo de un brazo, y vi sus cachetes babeados moverse, fofos. Por fin abrió los ojos, rojísimos e hinchados, y nos miró con disgusto y luego resignación. Una resignación como si dijera
-Chinguen a su madre, tan rico que estaba durmiendo
Y se levantó macilento y luego caminó al escritorio. Se dejó caer en la silla, estiró el brazo para tomar del cajón del escritorio un par de hojas blancas y metió una de ellas en la máquina de escribir. Eran nuestras fichas, como nos dijo después, el registro de los que pasan la noche aquí. Nos preguntó nuestros nombres, empezando por mí. Dudé entre decir mi nombre real o inventar uno. Había escuchado alguna vez que si te agarraba la policía después no podías encontrar trabajo, porque tenías un antecedente de haber estado en prisión. Pensé que ya eran muchos problemas los que tenía en ese momento como para que todavía después no pudiera trabajar.
Otra vez pensé en mis padres, e imaginé mi futuro clausurado. En ese momento todo me parecía angustioso, la situación se nos había ido de las manos a Nova y a mí. Finalmente di un nombre falso.
Ya me imaginaba lo que pasaría si en ese momento se le ocurría llegar a un reportero de nota roja. “Dos chicos de secundaria capturados en la madrugada por grafitear una pared”, “Par de vándalos destruyen propiedad ajena”, “Rebeldes sin causa: capturados por la Municipal”.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, eso sería el golpe de gracia para la cordura de mis padres. Encima de tener a un hijo preso, recibir la humillación de que sus amigos y conocidos me vieran en la nota roja, eso ya era demencial.
-Dejen sobre el escritorio todo lo que traigan: llaves, monedas, encendedor, todo.
Dejamos nuestras escasas monedas y las llaves de nuestras casas en el escritorio del señor de ojos enrojecidos que nos miraba con indiferencia. Un procedimiento de rutina, una madrugada más en la Comandancia Municipal. Después nos hizo algunas preguntas:
-¿Vienen borrachos?- dijo mientras nos miraba a las pupilas, creyendo poder detectar cualquier rastro de mentira.
Respondimos negativamente. Él, como si no hubiera escuchado nada, tomó un pedazo de papel que había por ahí e hizo un conito con un agujero en la punta, que le acercó primero a Nova:
-A ver, échame el aliento.
Nova exhaló y el señor gordo no dijo nada, sólo lo miró y luego aplicó lo mismo conmigo.
-Ahora tú, a ver, ¡sopla!
Luego nos hizo caminar en línea recta, algunos pasos, según que para ver si estábamos drogados o algo así.
-Ahora hagan el cuatro, a ver cuánto aguantan.
Al término de estas pruebas, nos hizo quitarnos las agujetas de los zapatos y el cinturón, mientras nos decía, con aires de quien lo ha hecho infinidad de veces. Indiferencia, mal humor, desvelo, todo el peso de una vida dedicada a un trabajo mediocre y aburrido.
-Es para que no se vayan a matar cuando se vuelvan locos, allá adentro. Muchos cuando están encerrados se quieren escapar a como dé lugar.
Sólo escuchábamos, pensando si era verdad lo que nos decía el señor gordo, o era sólo para atemorizarnos más, llenarnos de miedo antes de encerrarnos.
Luego llamó a uno de los policías que andaban en los pasillos, y le dijo que ya podía llevarnos.
En ese momento mi mente se volvió toda confusión. ¿Iban a fotografiarnos? ¿Saldríamos en los diarios? ¿Qué dirían mis padres? ¿Moriríamos ahí dentro? ¿Con quiénes nos iban a encerrar? Miré a Nova quien, silencioso, sólo me devolvía la mirada. Su mente estaba igual que la mía, llena de miedo y dudas. Antes de irnos, el señor gordo me dijo:
-¿No piensas dejar tus lentes?
-No, sin ellos no veo nada.
-Allá tú, si te los quitan ahí dentro no es mi culpa.
Oír eso me aterró más. No sólo me iban a encerrar, sino que además tendría que luchar para defenderme contra quién sabe quiénes. Ahora sí que las cosas se nos había ido de las manos.
El policía nos condujo por otro pasillo sucio hasta el patio donde estaban las minúsculas celdas. Una hilera de cuartuchos de concreto, con gruesas rejas aseguradas con pesados candados nos recibió al entrar al patio. Todas oscuras, pero ninguna silenciosa.
De la hilera de cajones de concreto que teníamos ante nuestros ojos emergían toda clase de ruidos: quejidos pastosos, risas todavía en el cinismo de la ebriedad y el desmadre, ronquidos de alguno indiferente a todo menos al sueño, y ante el segundo de estos cubos llenos de miserables el policía que nos escoltaba a empujones nos detuvo:
-Aquí van a pasar la noche cabrones.- luego dijo, refiriéndose a mí- Te van a quitar esos lentes ahí adentro, mejor dámelos y yo se los entrego al agente, mañana se los pides.
Por un momento dudé. Con él ya iban dos personas que me decían lo mismo, que seguramente me los iban a robar cundo que estuviera en la celda, pero la verdad era que no confiaba para nada en el policía. Y pensaba también para mí:
-Si me quieren madrear al menos podré ver a quien me ataque, tendré más oportunidad para defenderme que si les hago frente todo cegatón-y le dije que prefería quedármelos, ya ni modo si me los quitaban.
-A chingar a su madre, pues-replicó mientras abría la reja para que entráramos.
La puerta tronó al recibir el golpe del pestillo. Un rechinido agudo y prolongado se unió a los demás ruidos de los separos.
En ese momento sentí el frío de la madrugada cubrirme por completo, la oscuridad de la celda me congeló el alma.
Al fondo del estrecho y diminuto cuarto se veían dos figuras, una acostada sobre la especie de cama de cemento que estaba pegada a la pared, y la otra sentada con la espalda recostada en la pared.
El policía cerró la puerta tras nuestras espaldas, echó el pesado pestillo y puso el candado pesadamente, para que el sonido nos estremeciera; todo me parecía tan injusto esa noche.
Avanzando a través del estrecho espacio de la celda, nos ubicamos en el fondo, sentados en el suelo y recostados contra la pared. Estábamos aterrados.
En ese momento el frío de la madrugada arreciaba más, sintiéndose en cada rincón de la minúscula celda con sus bordes de concreto.
Una vez acostumbrados a la oscuridad, mis ojos pudieron distinguir que la figura que dormía era un hombre de unos cuarenta años, quien reposaba roncando en la cama de cemento. Vestido con camisa y pantalón formal, con unos zapatos bostonianos ya muy gastados, parecía un señor cualquiera que se había dormido en la borrachera.
Acostado como estaba de lado, con las piernas encogidas y las manos bajo la cara, aparentaba no estarla pasando nada mal, a pesar del frío que se colaba por la reja. Roncaba y se movía de repente como en un tic, sintiendo los últimos estertores de la peda. A su lado, recostado con las manos sobre el estómago, estaba un hombre más viejo, de unos sesenta años, calculé en ese momento.
El viejo se incorporó luego de un rato, para vernos bien en la penumbra. Un hombre moreno y de cabello entrecano, de rasgos un poco toscos, ensombrecidos por el desvelo. El hombre nos miró con extrañamiento:
-¿Y a ustedes por qué los trajeron?
-Andábamos rayando, nos gusta hacer graffiti, arte urbano.
-Nos agarraron cerca del estadio. Dijeron que nos daban a elegir, si queríamos que nos madrearan o traernos aquí.
-¿No traían dinero, verdad?
-Ni un clavo, por eso nos trajeron.
-¿Usted cree que vayan a llamar a nuestros padres?
-¿Pues qué edad tienen?
-Yo quince-dijo Nova.
Yo le dije que tenía catorce y no me creyó.
-Te ves mayor, ¿en qué año naciste?
-Soy de 1987.
-No pues sí están chavitos. A lo mejor cuando amanezca les dan chance de hacer una llamada, así pueden venir sus padres a sacarlos. Les harán pagar una multa y ya.
-Dijeron que nos trasladarían al Tutelar de Menores.
-Están locos, lo dijeron para atemorizarlos. Así son los policías, gozan ensañándose con los que agarran.
-Y a usted, ¿ por qué lo trajeron?
-Yo vendo tapetes en el centro, diario traigo a vender mis cosas, mi familia los hace. Esta tarde andaba vendiendo en el centro de la ciudad, y me dieron ganas de orinar. Se me hizo fácil echar una miada en una esquina. No vi la patrulla que se acercaba. Me pidieron dinero para no traerme aquí y como no había vendido nada pues andaba en ceros, y por eso estoy aquí.
Mirábamos al viejo hablarnos calmadamente, en la penumbra de la celda fría. Sus manos, que habían estado resguardadas en sus bolsillos, las veíamos ahora gesticular frente a nosotros. Más que manos, eran garras: nudos abombados en las articulaciones, los dedos torcidos por la artritis.
Una vez fui al pabellón de medicina física del hospital pues acompañé a mi hermana a pedir información para una tarea, y vi a varios ancianos en rehabilitación, ordenando juguetitos en botes de plástico con sus manos torcidas, trataban de abrir los botes de tapas de colores, ponían dentro pelotitas de hule, luego los tapaban, enroscándolos, y repetían el proceso. Era doloroso verlos, encorvados, solitarios, dueños de un cansancio triste. Las manos torcidas sobre las tapas de colores.
Nova no resistió la tentación de preguntar
-¿Qué le pasó en las manos? ¿Por qué las tiene así?
El viejo se las miró mientras le respondía
-Es por la artritis. Durante años trabajé en una empacadora de frutas, en la Cuenca del Papaloapan. Estaba en el área de embalaje para congeladores. Nos llegaban los cargamentos de frutas, rambután, limón, plátanos, mangos, y nosotros los empacábamos para guardarlos en los enormes congeladores. En ese lugar siempre hacía muchísimo calor, además del clima tropical las máquinas que separaban las frutas producían un calor infernal, siempre estabas sudando.
-Teníamos que meternos a los congeladores a guardar los cargamentos. Del calor al frío y de ahí al calorón infernal otra vez. De lo primero que te enfermabas era del pecho, siempre una tos seca, como de perro. En las noches el dolor de espalda no te dejaba dormir.
-Con el tiempo me empezaron a doler las manos, los brazos, las articulaciones como cuando lavas a mano.
Asentimos, par de mentirosos, jamás lavábamos nuestra ropa. Sólo éramos un par de niños mimados, encerrados por culpa de su osadía, o quizás por simple estupidez. El viejo continuó su relato:
-Después me dio la artritis. Al principio me las arreglaba, me frotaba con alcohol con marihuana, me tomaba unas pastillas que me mandaba el doctor y con eso la iba pasando.
Ya después no aguantaba los dolores y hablé con mi jefe de área y me cambiaron de los congeladores a la de etiquetado. Había dejado casi dieciocho años de mi vida en ese departamento y ahora estaba en uno más tranquilos, donde estaba rodeado de jovencitas y mozalbetes inexpertos en todo.
Era tan diferente a donde había estado que incluso podías poner música a la hora de trabajar. Había incluso una cafetera, y todo el café era gratis. Podías tomar todo el que quisieras. Yo me las arreglaba para manejar la grabadora y preparar el café por las mañanas, aunque mis manos habían dejado de funcionar ya.
Cuando cumplí treinta años trabajando ahí me jubilaron. Todavía guardo un reconocimiento que me dieron.
Recuerdo que el día de mi jubilación los directivos de la empresa se sorprendieron cuando pasé a recibir mi diploma, pues al darme la mano vieron mis manos, torcidas. Todos sonrieron nerviosamente y sólo el Director general me dio una palmada en el hombro, tratando de ser cariñoso. Al bajar del estrado todos aplaudían. Miré que en mi reconocimiento me habían puesto el nombre con faltas de ortografía.
-¿Y le duelen? –preguntó Nova, ingenuo.
-Todo el tiempo.
-¿Por qué no va a rehabilitación?-pregunté, todavía más ingenuo.
-¿A dónde? No tengo Seguro y menos dinero para pagar un hospital privado. Vendo tapetes para sobrevivir. Mis hijos, de los cinco que tuve, cuatro están en Estados Unidos. Ellos han hecho su vida allá y ya no vienen a México. El quinto me salió maricón y nunca nos vemos. Mi esposa ya se murió. Ella me ayudaba antes con los tapetes, ora es su hermana y su marido los que me ayudan. Ellos elaboran, yo los vendo, y así la vamos pasando.
Dejamos que el viejo hablara un poco más, nos contó acerca de su pueblo, algo acerca de un camino que se pierde entre la montaña y al cabo de curvas y curvas de terracería se llega a un pueblo que tiene un pozo en medio de la plaza de armas, la iglesia es blanca, la fiesta es en enero y en agosto, algo así nos relató. luego se dio media vuelta y se recostó de lado en la pared, dormitando mientras respiraba despacio, las manos enfundadas en los bolsillos de su chamarra parda.
Estábamos sentados en el suelo, frente a la cama de cemento donde reposaban el viejo y el borracho, que desde un principio no se había movido, perdido en sus sueños.
-¿Qué piensas, carnal?-le pregunté, sólo para no seguir sintiendo el frío de la madrugada colándose entre la reja
-Está de la chingada, qué tristeza vivir así. Trabajar toda la pinche vida para acabar dejando tu salud en el trabajo, ¿y para qué? Para mantener hijos que ni se enteran si vas a prisión. No quiero llegar así hermano, ni lo sueñes. Prefiero morir joven, no aguantaría la tristeza de ser un viejo solo.
-Sí, vaya mierda de familia. Llegar a esa edad debe ser muy duro.
-Lo duro es ser pobre, hermano, está de la chingada.
-¿Crees que nos lleven al Tutelar? El viejo dijo que no era probable pero yo tengo miedo, bro.
-Quién sabe, pienso que lo peor ya pasó, es decir, estamos en la cárcel, ¿qué más podría pasarnos? No creo que el dueño de la barda que pintamos vaya a venir a poner una demanda, ni siquiera sabe quiénes somos, y la policía no les avisará.
-¿Y qué piensas del borracho? ¿Crees que se ponga rudo?
-Está tan pedo que ni siquiera ha notado que estamos aquí.
-¿Crees que lo hayan atrapado por borracho, es decir, por andar briago en la calle?
-Nah, quizás se meó o cagó donde no debía. O echó putazos o se quiso ir sin pagar de algún lugar y lo apañaron. Como sea, no me preocupa, pudo habernos ido mucho peor. Nuestros compañeros de celda sólo duermen, los de las otras estaban loquísimos cuando llegamos, ya ves. Nos queda esperar un poco, quizás cuando sea de mañana nos dejen llamar a nuestras casas.
-¿Qué le vas a decir a tus papás?
-Que me agarraron por andar pintando en la calle, ¿qué más? Estoy atrapado, hermano, no hay posibilidad de mentirles. Sólo espero que no me chinguen muy cabrón, pero es seguro que mi papá me dará una chinga.
-¿Tú papá te pega?
-Sólo cuando hago algo muy cabrón. Una vez dejé la camioneta mal cerrada y le robaron un gato hidráulico y una caja de herramientas. Me acuerdo que esa vez hasta me dio con una binza, ¡a su puta madre cómo arde esa chingadera! Me acuerdo que me doblaba de puro dolor. Quién sabe si esta vez haga lo mismo. Sea lo que sea se encabronará mucho, estoy seguro de eso. ¿Y a ti, te han pegado alguna vez?
-Nunca, a veces mi madre me mete un cuesco cuando hago algo estúpido o contesto mal, pero nunca me han golpeado cabrón. Creo que siempre me he portado bien.
-Y ahora estás en la cárcel ¿qué crees que te digan?
-No lo sé, lo más probable es que se enojen. Mi madre querrá comprender en qué se equivocó, mi padre me regañará feo y puede que me dé una paliza. No sé qué les voy a decir. Me siento tan tonto.
-¿Por qué tonto?
-Viejo, estamos encerrados, ¿qué les voy a decir cuando les llame? “Vengan por mí, estoy en los separos de la policía municipal por andar rayando casas en la madrugada”. Primero les enojará el hecho de que me haya salido de la casa a estas horas, y en segunda que haya sido tan idiota como para que me atrapara la policía.
-Diles que lo hiciste por amor. Que Ana no te hace caso y por eso decidiste rayar la barda de la escuela.
-No mames, eso sería peor. Me dirían que me la paso pensando en pura pendejada, que en vez de andar haciendo el tonto con las chicas me ponga a estudiar, seguramente me revisarán las tareas y las libretas a diario. ¡Oh no! no diré nada de Ana. Prefiero que piensen que soy un vándalo.
-Somos los vándalos del graffiti, viejo, los demás se van a cagar cuando les contemos que estuvimos en la cárcel. ¿Quién más puede decir eso? Siento que ya gané, viejo, aunque nos quieran llevar al Tutelar o que paguemos un bote de pintura para la barda que rayamos.
En ese momento el hombre que dormitaba borracho empezó a moverse, como si fuera a despertar. Se movió primero violentamente, como un gusano gordo que se retorciera clavado en una vara, y luego empezó a estirarse y a maldecir. Era evidente que pronto iba a despertar.
-¡Aaaargh! ¡Hijos de su puta madreeee pinches policías culerooos!-dijo el borracho mientras se estiraba. Su rostro estaba enrojecido e hinchado, su cabello hirsuto y con apariencia grasosa contrastaban con su guayabera de color azul cielo y su pantalón de vestir azul marino. Era un señor que andaba en los cincuenta años, canoso, daba la idea de ser un típico señor, padre de familia, con las arrugas típicas del matrimonio.
-¡A la vergaaa! Ora sí me dieron duro esos hijos de su chingada madre-dijo el señor, que acababa de sentarse torpemente en la orilla de la cama de concreto, sobándose el costado. Se quejaba entre dientes, farfullando maldiciones.
Lo mirábamos, aguardando. Nos habíamos acomodado en el suelo, justamente frente a la cama de concreto, y tratábamos de entrar en calor manteniéndonos juntos. No había más lugar en la celda para sentarse, y el suelo se sentía rasposo y frío.
El señor que hasta hacía poco dormía se estiró, quejándose un poco más, y se quedó sentado un momento en el borde de la cama. Dejó caer los brazos y se encorvó, como si se hubiera quedado súbitamente sin energía. Resopló pesadamente y se dejó caer nuevamente en la cama. El viejo, que dormía dándole la espalda al borracho, ni siquiera se dio cuenta de todo esto. Él parecía estar simplemente durmiendo otra noche más en la miseria.
El borracho comenzó a balbucear, alzando la voz de cuando en cuando:
-¡Ya estoy hasta la madreeee! ¡Pinche vida de mierda! ¡Hijos de su puta madreee!
Yo estaba un poco asustado. La celda era diminuta y pensé que el señor se pondría violento. Pasaban de las 5 de la madrugada y lo último que deseaba era tener una pelea en esa celda horrible. Nova sólo lo miraba con cautela. La verdad es que el hombre estaba todavía muy ebrio como para dar problemas. Lo único que hacía era quejarse, acostado en la dura cama de concreto.
-¡Aaagh! ¡Pinche vieja! ¡Culera! –decía cubriéndose la frente con uno de sus brazos.
Mirándolo ahí, en ese mismo espacio minúsculo donde habíamos sido llevados por nuestros pecados, sentía que todo era irreal. Encerrados esa madrugada fría, esperando el amanecer para tratar de volver a casa, pero a la vez temiendo la llegada del día, pues irremediablemente nuestros padres se enterarían de la noche en prisión.
Todo me parecía hasta ese momento de pesadilla, algo que ni siquiera había podido imaginar. Era muy joven.
Con el paso del tiempo situaciones como ésta se van haciendo más recurrentes, donde se encara el dolor propio con el ajeno, donde la humillación, la angustia y el despojo son la moneda de cambio, circunstancias donde la apatía y el desinterés llegan a extremos criminales, donde uno comprueba el crudo y violento absurdo de la sociedad en que vivimos.
-¡Pinche vieja! ¿Cómo va a decir eso? ¡Perra! ¿Pues qué es lo que quieres? –se lamentó el borracho.
Conforme fui creciendo vi más y más hombres como éste en muchas partes. Los vi llorar a mi lado en la barra de cualquiera cantina, sollozar en las mesas salpicadas de sal de chile y jugo de limón, el agua que escurre de las botellas de cerveza, ceniza de cigarros y algunas servilletas manchadas.
Todas son historias que se repiten, donde la constante es el egoísmo, la indiferencia ante el dolor de alguien, o la injusticia del sistema sobre un desafortunado individuo.
Eso no lo supe entonces, sino poco a poco se me fue grabando en el alma como si alguien escribiera en ella con un punzón de fuego, sí, me han ido quemando de a poquito los días.
El borracho se volteó hacia el lado donde estábamos sentados. Respiraba pesadamente, lo poco que se percibía de su rostro en la penumbra daba la impresión de estar abogatado, la clásica hinchazón de las muchas horas pisteando. Comenzó a sollozar. De pronto se volteó hacia donde estábamos. Nos miró parpadeando varias veces, tratando de vernos bien en la penumbra de la celda. Su mirada era como la de un perro apaleado. Al fin nos dijo:
-¡Estoy hasta la madre de mi pinche vida! ¡Hasta la madre de mi vieja y de mis hijos! ¡Ya no aguanto! Mi vieja me dijo hace rato “¡Eres un hijo de la chingada, me has llenado de hijos para que no pudiera dejarte, eres un maldito, un hijo de puta, desgraciado!”-y se volvió a acostar bocarriba, sollozando y resoplando.
Nova y yo lo mirábamos en la penumbra.
-¡Aaargh! Y todavía me dice que quisiera largarse, pero que no se va porque no tiene a dónde, que le doy asco y se odia por tener que vivir a mi lado, ¡pinche culeraaaa!
Nova aventuró:
-Tranquilo, señor, trate de dormir.
El borracho no contestó. Sólo volvió a gritar
-¡A la vergaaaa!
Y luego de sollozar un poco más se quedó dormido de nuevo.
-¿Cómo ves?- le dije a Nova
-De la chingada, hermano. Neta que en la cárcel se ve de todo.
-¿Quieres intentar dormir?
-Sí, ya casi va a amanecer. Siquiera un ratito ¿no? De todos modos ya no creo que nos molesten en la celda. Nuestros compañeros duermen sabrosamente.
-La vida en la calle está bien cabrona, ¿verdad?
-La vida es hermosa, carnal, está muy perra en todos lados.
-Arrímate para allá tantito.
-Aguanta pues.
-¿Qué crees que nos digan en la escuela cuando les contemos esto?
-Dirán que somos unos pendejos por dejarnos agarrar.
-¿Tú crees?
-Sí. Al menos rayamos chido cerca de la escuela. Nos aplicamos bien.
-¿Vas a seguir rayando?
-No había pensado en eso. No lo sé.
-Yo creo que ya no.
-¿Te da miedo?
-No lo sé. Tampoco había pensado bien en ello. ¿Qué crees que nos pase cuando amanezca?
-Nos dejarán llamar a nuestros padres, y quizás nos multen o nos hagan pagar el daño. No creo que nos lleven al Tutelar, no lo creo.
-Eso espero. ¿Crees que nos dejarán mucho tiempo aquí?
-Espera lo peor. Yo digo que cuando menos 24 horas.
-¡Verga!
-Mejor hay que dormir.
-Sí, mejor.
Desperté cuando ya había bastante luz. Calculé que serían como las 8 de la mañana. La celda ya estaba iluminada y pude ver que dentro sólo estábamos Nova y yo, el viejo y el borracho habían desaparecido. Nova estaba de pie frente a la reja, mirando el patio bordeado de celdas. Cuando se dio cuenta de que estaba despierto me dijo:
-Hace rato vinieron por nuestros compañeros. El poli me dijo que a las 9 cambian de turno, y que vendrá a vernos el oficial de guardia. Dice que es a él al que debemos decirle que nos deje llamar a casa.
Poco después de ese cambio fue a la celda un oficial. Nos preguntó nuestros nombres y edades. Se sorprendió cuando le dijimos que éramos chicos de secundaria.
-¿Qué chingados hacen ahí dentro? ¿Cuánto tiempo llevan ahí?
Le dijimos que ya llevábamos varias horas y ordenó a otro oficial que andaba por ahí que nos sacara.
-Ya váyanse pendejos, no quiero volver a verlos aquí, si los regresan les voy a dar una madriza.
Fuimos por nuestras agujetas y cinturones y salimos de ahí como dos perros que escapan por poco de una tunda.
Acompañé a Nova hasta la esquina de su casa.
-¿Qué le dirás a tus padres si te preguntan dónde estabas?-le pregunté
-Les diré que un amigo tuvo un problema familiar y que me llamó muy temprano para verme, así que salí casi de madrugada.
-Creo que aplicaré la misma.
-Sí, en cosas como éstas no conviene ser sincero con los padres.
-No entenderían.
-Jamás entienden.
Nos despedimos y caminé rumbo a casa. Al llegar mi madre se sorprendió de verme entrar de la calle tan temprano.
-¿A dónde fuiste?
Le expliqué, añadiendo algunos detalles pertinentes. El desayuno estaba servido: Huevos revueltos.
El lunes en la escuela cuando regresé al aula después del receso ya todos mis amigos lo sabían. Nova les había contado nuestra noche en la cárcel. Algunos nos preguntaron detalles. Sólo Mauricio fue sincero:
-¡Pinches pendejos!
Poco después le conté a Ana. No parecía impresionada. Quizás debí reiterar que fue por rayar “Ana Te Quiero” que me habían llevado preso. Como sea sólo me miró con sus dulces y enormes ojos de cierva, y volteó hacia el pizarrón, a seguir escuchando la disertación del profe de Biología.
Poco tiempo después Alina, una amiga mutua nos invitó a su fiesta de quince años. Me senté en la mesa destinada a los compañeros de la escuela, y tras beberme varias cubas y ver que los baños estaban ocupados, salí a orinar en la calle, protegido por la noche. Cuando me dirigía hacia unos árboles vi a Ana con su nuevo novio besándose. Él le tomaba la cintura y la abrazaba por la espalda, ella le acariciaba la barba. Seguro era un chico ya de preparatoria. Yo nunca había tenido novia.
Los miré unos instantes y ellos a mí, deteniendo un momento su pasión. Luego volvieron a besarse. Me fui a donde estaban los árboles y oriné. La noche estaba fresca. Tenía sólo trece años.