Desde que Donald Trump irrumpió como candidato atípico y se ha movido como un presidente aún más imprevisible, las sociedades debieran otorgar más atención a las personalidades de los dirigentes a partir de enfoques multidisciplinarios: politología, sociología, psicología, antropología y hasta relaciones humanas. El punto de partida es simple: el poder transforma a los hombres del poder.
El presidente electo de México para el periodo 1 de diciembre de 2018-30 de noviembre de 2024, Andrés Manuel López Obrador, es un importante sujeto histórico que necesita traducirse a la realidad de la política. Su configuración como líder social de masas capaz de llenar plazas con frecuencia y la relación de idolatría de sus seguidores que llegan a besarle la mano como si fuera un santo, contrasta con sus comportamientos políticos previsibles.
En el mundo se le conoce poco y sólo por la audacia de sus protestas: caminatas como denuncias, tiendas de campaña durante semanas a lo largo del Paseo de la Reforma –conocida como los Campos Elíseos de México– en 2006 para impedir el funcionamiento de las instituciones electorales, cierre de caminos a pozos petroleros que provocaron millonarias pérdidas y conductas fuera de cauces institucionales similares. El 20 de noviembre de 2006, luego de su primera derrota presidencial, hizo una ceremonia especial en el zócalo de Ciudad de México para tomarse protesta como “presidente legítimo” con todo el protocolo institucional: banda presidencial, gabinete y la famosa Silla del Aguila que representa la silla del poder presidencial.
Y luego de una segunda derrota en el 2012, su victoria del 2018 fue contundente: de un promedio de 30% de votos en 2006 y 2012, este año logró un triunfo contundente de 53% de votos y 30 millones de votantes a su favor, contra el 22% de la alianza derecha-izquierda del PAN-PRD y 16% del menguado PRI. En 1982 había sido la última vez que candidato presidencial ganaba con mayoría absoluta y desde 1997 ningún partido completaba la mayoría absoluta por sí mismo.
El problema que viene es el ejercicio del poder. Y ahí es donde la personalidad política, el hombre-político, va a ser muy importante para entender los márgenes de maniobra en un escenario de su vieja imagen de político populista al estilo Chávez y el modelo económico neoliberal y globalizador de México en el largo periodo 2083-2018.
México va a ser un experimento importante de política, poder y gobierno. López Obrador logró una victoria sustancial por su figura populista, su discurso-antisistema-anti PRI y su populismo anti mercado. Sin embargo, sus primeros sesenta días desde la victoria han sido de una propuesta mixta: mantener el populismo con gasto asistencialista a favor de sectores pobres y no productivos y al mismo tiempo refrendar el compromiso de la estabilidad macroeconómica pactada con el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la OCDE.
Y no, no se trata de conseguir una mixtura, sino de conseguir que una no afecte a la otra. El ciclo populista 1934-1982 logró una tasa de PIB anual promedio de 6% y el periodo neoliberal de mercado 1983-2018 apenas pudo conseguir una tasa promedio anual de PIB de 2.2%. Lo curioso del modelo mexicano es que el populismo pudo mantener cierta estabilidad macroeconómica con inflación baja, hasta que los dos últimos sexenios 1970-1982 aumentaron el gasto sin orden, dispararon la inflación, provocaron devaluaciones permanentes y fueron salvados con programas de rescate del FMI. Y los neoliberales del segundo ciclo recuperaron el control de la inflación, pero desarrollaron programas asistencialistas para los más pobres. Es decir, los populistas mantuvieron cierto equilibrio inflacionario y los neoliberales aplicaron programas sociales.
López Obrador es un populista. Su experiencia como gobernador de Ciudad de México 2000-2005 no destacó significativamente, salvo por una presencia en medios todos los días con conferencias de prensa a las 6 de la mañana para explicar programas y, de paso, fijar la agenda política del día. Su populismo lo guardó en una caja fuerte durante cinco años. En sus campañas presidenciales lo desempolvó y lo puso como eje de su campaña, causando preocupaciones a los mercados por el gasto sin ingreso y la ruptura del equilibrio macroeconómico.
Como presidente electo, López Obrador ha tratado de mostrar una imagen mixta: mantener sus principales compromisos sociales y refrendar la estabilidad ingreso-gasto del presupuesto. En términos mediáticos, su discurso lo resume en una frase que ha sido entendida parcialmente: “por el bien de todos, primero los pobres”. Pero a la hora de las decisiones, los pobres son prioridad con gasto improductivo, aunque se refiere a los más pobres. La lógica de su frase ha sido leída por el capital de otra manera: subir nivel social de los pobres para disminuir la potencialidad revolucionaria de la protesta. Así, el populismo es funcional al capitalismo.
Por lo pronto, López Obrador ha sorprendido con la designación de su gabinete: los políticos radicales del populismo y los sobrevivientes de la izquierda socialista están en el congreso, en tanto que en el gobierno fueron llamadas personalidades del PRI, del PAN y del PRD sin ninguna potencialidad revolucionaria. Estas designaciones han tranquilizado a los mercados porque ya entendieron que López Obrador es un político priísta, tiene preocupaciones sociales, no es revolucionario socialista y carece de una propuesta realmente populista más allá de su discurso.
Populistas como el que prefigura López Obrador ha tenido varios México y ninguno como Chávez o Maduro. Lo malo es que el modelo mixto de López Obrador no sacará a México de la crisis de desarrollo, bienestar y democracia.
indicadorpolitico.mx
@carlosramirezh