Solo pregunté por qué
a tantos críticos, a tantos filósofos
les place tanto sostener que la obra de arte
es inefable.
PIERRE BORDIEU, Las reglas del arte
Ella había llegado a leer su trabajo en el programa Poetas del Mundo Latino que, año con año, traía a la ciudad la participación de autores de prestigio, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Juan Bañuelos y un largo etcétera.
Me convertí en el guía de los poetas ebrios, en ese tiempo se abrían expectativas para el desarrollo de las letras locales, por aquellas fechas -finales de los 90- en nuestra ciudad nada se sabía de editoriales o ferias el libro, mis compañeros escritores eran periodistas, funcionarios en el Instituto de Educación, vendedores de ropa en los tianguis, taxistas que recorrían las colonias como gente animosa que gustaba del relajo y los desvelos, la parranda.
__ Porque César Rito Salinas tiene el problema de que se junta tu nombre y tu apellido, suena como en diminutivo -dijo.
Por esos años era corresponsal en Bahías de Huatulco, nada sabía de nombres individuales o de los nombres artísticos, la firma de los trabajos literarios.
Me acerqué a las letras porque quería saber, advertía una relación entre las palabras escritas, el sonido que escuchamos y aquello que llamamos realidad.
Empecé a escribir en la adolescencia, en Salina Cruz, fui estudiante de la Escuela Secundaria Técnica Pesquera 20, en el edificio que construyó el gobierno de Echeverría en la colonia San Juan, sobre el terreno que delimita al panteón municipal con Playa Abierta.
Allá fueron los primeros poemas; pura violencia, rencor.
Huérfano de padre, un profesor me acercó al libro, la sicóloga de la escuela me enseñó el uso de la biblioteca. Mujer alta, blanca, de huesos largos y perfumados, cabello chino. ella llegaba a la escuela en “La Pochunguita”, un Renault 5 con palanca de velocidades al tablero, auto compacto de un color amarillo huevo.
Por ahí se me descompuso la vida, o se enderezó, cómo podré saberlo.
La escuela funcionó como seminternado, tenía clases por la mañana y la tarde, contaba con un barco para las prácticas de pesca, el Ferrocemento -un invento cubano, sarroso, miserable- que salía del puerto y regresaba sano y salvo porque dios es grande o porque la desgracia estaba muy ocupada en planear su maldad sobre las tierras del Istmo de Tehuantepec -por esos años se instaló la refinería petrolera Antonio Dovalí Jaime, la migración centroamericana, la guerra en Centroamérica, el tráfico de drogas- que, imagino, decidió perdonar la vida de chamacos muertos de hambre que se hacían a la mar.
Por esos años, también, ejercía la zona de cantinas y burdeles en contra esquina del palacio municipal. Se podía gozar de un domingo por la tarde en el cine con la novia, irla a dejar a su casa y regresar por unas cervezas antes de que dieran la primera variedad de las once de la noche.
El puerto tenía vida nocturna en dos cuadras, el cine, el parque, la cantina California, las tortas de pierna con el Chino Li, la cancha de básquet dentro del palacio municipal, junto a la cárcel.
Allí tocaban los viernes unos melenudos de pantalones acampanados, Lando y sus futuros. El mundo bajaba las cortinas a la medianoche para abrir los ojos muy temprano, a las siete treinta de la mañana, en la estación del tren.
Pero escribir lo que se llama escribir fue la historia oculta, secreta; desconocida por la novia, los amigos o por la centroamericana Carmen, que cada noche al terminar de ocuparse con sus clientes me ofrecía un pedacito de su cama.