FERNANDO AMAYA
Lo llamaban el Trovador del Recuerdo cuando aún el recuerdo era en mi cabeza una especie de tejido comenzado a hilvanarse. Más fue ese canto tan íntimo y tan lúcido que fraguó en mi sensibilidad el incensario que ya jamás se apagó. Porque mi memoria repite, cada que se hace necesario, aquel tiempo de viajes desde el Valle hasta el Istmo, con el encanto particular que tenía para mí arribar a un mundo de cocoteros y milpas, de sementeras y regadíos.
Y en ese mundo de feraz simiente, mis oídos aún niños se solazaban con el canto de los zorzales y los jilgueros, y con los sonidos que el viento tañe de manera constante en las copas de los árboles, además del dulce sonido del agua corriendo por las acequias y por los surcos recién abiertos para recibir la siembra que tanto significó para nosotros.
Lo antes dicho fue el medio propicio para que, desde un radio Majestic, en una emisora de la cual todavía recuerdo su nombre, la Tequita del cuadrante, se desgranara el canto que hoy es motivo de mi festejo y de mi remembranza, el canto de Saúl Martínez, incomparable, deslumbrante y único.
A estas alturas, mis pasos han recorrido mundo, algunos sueños se han desvanecido; pero el zorzal de Saúl Martínez sigue cantando en mi pecho, y el floripondio florece ahí mismo con el embrujo de sus flores, capaces de abatir mis insomnios y mis vigilias. El desamor no ha permeado en mi vida, y he creído en ese juramento que alguna vez una voz dulce y tierna dejó caer en mi oído como húmedo roció de fantástica mañana.
Tengo la certeza de que, cuando parta al infinito, lo último que escucharé será la voz del payador istmeño cantando La Juanita. Aquí dejaré este recuerdo para los días en que el canto y la poesía sean memoria
para el festín de los colibríes y las mariposas.
Ribera de los Caracoles, enero de un año impar.