Hay una voz que avanza tras la imagen, reclama los abandonos. La voz de una niña de seis años a la que le piden pintar a su papá ausente; las mujeres flotan afuera de un panteón, los novios se casan con los ojos cerrados, hay una niña en condición de calle, aparece el retrato de una mujer guajolota.
Paul Valéry inicia su libro Piezas de Arte con un trabajo sobre el pintor Degas: “Así como a veces un lector medio distraído garabatea los márgenes de un libro y produce, al antojo de la ausencia y la punta, pequeños seres o vagos ramajes frente a masas legibles, así haré yo, siguiendo el capricho del espíritu, entorno a estos estudios de Edgar Degas”
En la escritura de Valéry hay un estado, el del “lector medio distraído”, que produce, “al arrojo de la ausencia”, “pequeños seres o vagos ramajes”. Me detengo en este inicio, encuentro que Valéry “toca” aquello que necesitó toneladas y toneladas de tinta y papel, miles de libros, para expresarse como idea: hacer comunicable en letras la imagen pictórica.
¿De dónde vienen los cuadros?
En redes sociales circula un documental sobre la casa de Claude Manet (1840-1926), en las afueras de París -hoy convertida en museo. De alguna manera, al transmitir la imagen de los jardines cuidados por diligentes jardineros, la cocina, la sala con muros del grabado japonés, el estudio y la cama limpia donde murió el pintor se levanta la narrativa occidental de la belleza, espacio donde trabajan los pintores, el lugar limpio y ordenado de donde nacen las imágenes que tanto nos conmueven.
“Acompañaré estas imágenes con algo de texto de modo que pueda leerse o no, o no de un tirón, y mantenga con los dibujos los lazos más holgados y las relaciones menos estrechas”, dice Valéry en su pieza Degas Danza y dibujo.
Valéry plantea un diseño, una estrategia, un modo de aproximarse al cuadro desde las palabras escritas; de alguna manera, al inicio de su texto, revela la estrategia, poco texto para que la lectura pueda estar interrumpida cuando se observen la reproducción de los dibujos.
Y con este corto párrafo revela el misterio de los misterios, la relación estrecha entre la escritura con la pintura. Valéry nos advierte que, para abordar aquello que se mira, se requiere de una edición del texto (editar es aclarar) porque la naturaleza de lo visto es extraordinaria y nada de lo experimentado por el lector puede igualar al objeto del cual se escribe.
La pintura se convierte en la escritura que debe ser revelada en su sentido, sujeta a una operación del cerebro que posee un lenguaje -como cualquier otro texto.
Utilizamos en la escritura las palabras que conocemos, miramos las cosas con los nombres de las cosas que guardamos en la memoria. Somos experiencia nuestra, aunque con el lenguaje escrito intentamos mostrarnos otros, seres generosos y universales, cultivados. Pero aquello que escribimos, en nuestro texto utilizamos palabras que fingen una experiencia de la cual carecemos.
La escritura nos suma máscaras, nos oculta.
Ocurre lo mismo en la pintura.
La pintora, el pintor, al expresar su mundo imaginario lo embellece a partir de una edición, una estrategia de composición, para expresar sus ideas, sus sentimientos, sus emociones.
¿Qué pasaría si el pintor no embellece las imágenes de su mundo interior?
Y es quien mira la obra el que debe sortear el laberinto de estrategias para llegar a ubicar la voz del pintor, aquello que late en los sentimientos del pintor y que desea ser comunicado, pero se oculta dentro un proceso cultural llamado tradición.
De esta forma, aunque veamos un cuadro “original” solo vemos reproducciones, estrategias que visten emociones, sentimientos, intenciones. Porque los pintores, para sentirse integrados a una generación plástica, a la comunidad de artistas, pintan temas bellos para “agradar al otro”.
Este no es el caso de Esther Padilla (31 de marzo de 1971).
Este fin de semana lanzó un video (ttps://www.instagram.com/esther_padilla_arte/) donde anuncia su próxima exposición, Manar del fango (9 de agosto, 7,30 pm, Arteaccion Cerodoce, Tajín 196, Ciudad de México).
¿De dónde viene los cuadros de Esther?
A la manera de Valéry, para no caer en un monólogo, seré breve: la pintura de Esther comparte, comunica las imágenes de su infancia, aquello que la lastima en su vida de adulta y que busca cambiar de signo a partir del hecho público, ver la luz. La pintura viene de un estado de ánimo que impele (incita) a la acción de pintar en quien la experimenta.
Estamos hechos de palabras y las palabras, a su vez, están hechas de imágenes.
Escribir y pintar tienen el mismo proceso, que nuestro mundo interior vea la luz, que deje de ser lastre y se haga experiencia trasmitida.
En ese tránsito del interior al exterior, aquellos temas del pasado se limpian o se convierten en materia de diálogo -que puede estar sujeto a empatía e interpretaciones.
Y los demonios de ese pasado, bajo el proceso de la experiencia compartida, se alejan.
O permanecen, sin su carga de ira.
Esther busca en su pintura el diálogo con la niña que es -no digo acá el lugar común de “la niña que fue” en que intentan las buenas conciencias convertir a la mujer que recurre al arte para negar su voz, para hacerla habitar la ficción. En estos cuadros, Esther le da voz a la niña que, atormentada por la ausencia del padre, piden que dibuje al padre. Y nos muestra en los cuadros el resultado de la niña que es, que está en ella, que ocupa su tiempo y un lugar en el espacio y que nos revela su mundo.
Todos venimos del fango.
Y acá es donde la expresión del arte dialoga, comunica palabras imágenes de sanación. Porque lo que se observa ya no nos puede hacer daño, fue una herida -una hendidura restañada por otras imágenes.
Y eso comunica Esther con su pintura, esperanza y sanación: que exorcizan al pasado que daña -hay un manejo del color, tonos amarillos y azules.