El martes Zavala hizo la entrevista en Código Nahual a la chica que elabora aretes, con diseños en cerámica, “un trabajo lento y laborioso”, dijo la joven. Terminada la entrevista, de una porta joyas extrajo algunas muestras de su trabajo, pudimos ver las delicadas formas: el juego de aretes transmitía equilibrio, cierta expresión de la serenidad -también pudimos ver esa extraña forma de la protesta, la imagen que se arraiga en la memoria logra ocupar con el espacio intemporal de los que miran y jamás olvidan.
__Voy para Periférico, ¿te queda? -dijo Zavala.
Mediodía con sol. La cantera verde respira humedad, los muros sueñan con el agua de las últimas semanas. Con este tiempo, en ciertos días de calma, quien recorre las calles del centro extraña el bullicio que arrojan las marchas de protesta.
__Agarro la lateral, bajo el puente -dijo Zavala.
Zavala había pedido esa mañana variar las imágenes que acompañan la colaboración para periódico. La reproducción del arte marca una suerte de enfado, coincidimos. En la calle Vicente Guerrero descendí del auto. En Periférico con Guerrero me animó la idea de caminar al centro para tomar fotos que pedían en el periódico.
En la cabeza se agitaban los aretes, sus delicados modelos. El sol del mediodía me puso alerta a las imágenes de la calle, los muros. Ver es migrar, saqué la cámara e inicié la caminata. El que migra -al sumirse en el viaje- elabora la narración. En los primeros metros llegaron las preguntas: ¿Quién narra? ¿Desde dónde se narra? ¿Cuál será la historia que será revelada?
La imagen quema, arde en llamas y nos consume, recordé a Didi-Huberman. ¿En qué sentidos, obviamente plurales, hay que entender esto? Aristóteles comienza su Poética con una constatación fundamental: imitar debe entenderse en sentidos diversos, distintos. Se podría decir que la Estética occidental nació de esa distinción. Pero la imitación, como es bien sabido, va de crisis en crisis (lo cual no significa que haya desaparecido, que se encuentre caduca o que ya no nos concierna). Así, habría que saber en qué diferentes sentidos arder representa hoy, para la imagen y la imitación, una función “paradójica”, o mejor aún, una disfunción, una enfermedad crónica o recurrente, un malestar en la cultura visual.
Los sismos que azotaron la ciudad en 1870 y 72 cambiaron el rostro de las calles, pero dejaron la gente el recuerdo de las casas antiguas. El primero cuarteó el techo de catedral, en segundo derrumbó lo que ahora conocemos como palacio de gobierno -donde se encontraba la sede del Congreso-, los barrios de Jalatlaco y Trinidad de las Huertas, la zona donde se encuentra la calle Vicente Guerrero.
La reconstrucción fue lenta, penosa. Algunas familias, antiguos propietarios, se marcharon, abandonaron la ciudad -que en su lado poniente solo quedaban ruinas. La desgracia nunca llega sola, llama a más desgracias. Entrado el siglo XX llegó el sismo de 1931, pegó fuerte, eran las 6:50 de la tarde del 14 de enero cuando el mundo se vino abajo. Con el sismo huyeron más las familias, dejaron todo para marcharse lejos de la tierra que tiembla. Oaxaca volvió a reconstruirse. La ciudad desplazó hacia los terrenos del oriente, en los terrenos del aeropuerto -por los rumbos del hoy parque de béisbol Eduardo Vasconcelos-. Los trabajadores de la construcción. Ingenieros, arquitectos, fundaron lo que ahora se conoce como Colonia Reforma, San Felipe, La Chiguelera. Los sitios donde habitan los oaxaqueños de hoy, que en otro tiempo fueron señalados por sus vecinos de ser avecindados.
En la calle Vicente Guerrero las casas con muros de adobe permanecieron en pie luego de los tres grandes sismos, fueron ocupadas por nuevas familias. En aquella confusión nadie les pidió papeles, títulos de posesión.
En el recorrido de Periférico hice para tomar fotos por la calle Vicente Guerrero, podía mirar sobre los muros humedecidos la historia de Oaxaca que, herida de muerte por los temblores, resistía. Didi Huberman en su libro Lo que vemos, lo que nos mira nos dice que aprendemos a ver en la infancia, cuando alejados de la madre, en su ausencia, contemplamos con admiración los objetos que nos rodean. La imagen más simple forma en nuestros ojos “una herida”, vemos para cubrir esa herida, la ausencia de la madre. En la infancia, cuando miramos esperamos una respuesta, pero descubrimos con ira que los objetos guardan la condición de la mudez.
Pero lo ya mirado permanece en la memoria, se convierte en signo de soledad que cargamos en la imaginación. “Ahí tenéis a Guerrero, a ese hombre que nos envidian las naciones más grandes de la tierra”, escribió el periodista Ignacio Manuel Altamirano cuando se enteró del fusilamiento del prócer en el exconvento dominico en Cuilapan, Oaxaca. La tortuosa historia del Ciervo de la Nación con Oaxaca resulta triste, terrible. El 14 de febrero de 1831 en el puerto de Acapulco, Picaluga invitó a Guerrero a una comida en el bergantín El colombo, donde fue hecho preso mientras la ligera embarcación desplegaba sus velas con rumbo a Huatulco, en la costa de Oaxaca, playa de La Entrega -que lleva ese nombre porque sobre su arena dorada se concretó la miserable traición.
Los gobernantes lavan sus culpas con el acto inaugural de calles, hospitales, escuelas, centros de la cultura, a los que ponen el nombre de su víctima. La inauguración de la obra pública funciona, para el poder, con el mecanismo que opera la desmemoria -y agiliza la actividad de los notarios. Y en Oaxaca, el gobierno local tiene su propia manera de matar sus vergonzosas pulgas. En el caso de el crimen donde perdió la vida Guerrero, fue tanta la culpa que le pusieron su nombre a la calle que desemboca en la esquina del palacio de gobierno (en el año de la traición y muerte de Vicente Guerrero, el gobernador del estado fue un tal José López Ortigoza que ocupó el cargo del 22 de junio de 1830 al 29 de enero de 1833).
En la calle Guerrero los viejos muros de adobe cargan la humedad, las señas imborrables de la traición mientras se les escucha respirar lento bajo el cielo del mediodía; mientras camino, siento que los antiguos revoques me miran, rejuvenecidos por las intervenciones de pintura callejera.
La imagen narra, nos cuenta historias -las cuadras están cargadas de ira- sobre las piedras. En cada esquina, cada muro, gritan a los ojos de los que miran. En mi caminata busco imágenes para tomar fotografías, ¿qué busco? ¿Qué pretendo capturar en cada foto? No lo sé, solo avanzo por una calle -busco el relato sobre los muros de adobe que me habla de los temblores del siglo XIX
La luz de me da indicios lo que intento descifrar, el tono que cuente la historia del pasado, los periodos de terror que vivieron los habitantes de nuestra ciudad.
Dice Bourdieu: La fotografía es un sistema convencional que expresa el espacio, de acuerdo con las leyes de la perspectiva (de una perspectiva) y los volúmenes y colores que van del negro al blanco. Desde los inicios, la fotografía fue tomada como “realista” y “objetiva”, condiciones de sus usos sociales. Utiliza las apariencias de un lenguaje “sin código ni sintaxis”, de un “lenguaje natural” de las cosas. Las fotografías se hacen con la visión artística del periodo clásico (Pierre Francastel), “La visión de la cámara es la visión del Cíclope, no la del hombre”. La llamada “visión normal” es una visión seleccionada, que torna el mundo mucho más rico de lo que por ordinario consideramos -guiados por la idea de la belleza y la armonía, el decoro, gestado en Florencia durante el Renacimiento. Lo sé bien. Narra el transgresor, el delincuente.
Los hijos, los primos, los sobrinos del gobernador Ortigoza testimoniaron una mañana con sol, aplaudieron el corte del listón inaugural: la calle lucía en lo alto de el muro de una casa recién remodelada el pequeño recuadro donde estaban pintadas estas letras: Calle Vicente Guerrero. Por un momento, mientras tomaba decenas de fotos, recordé el miedo a la delincuencia con el que habitamos. Supuse que si alguien me veía tomando fotos sin permiso de los dueños de aquellas casas pensaría que soy un delincuente que trama el delito, de inmediato regresé la cámara a la mochila. Quienes se ostentan hoy como propietarios de las casas no son los verdaderos dueños, son los bisnietos de aquellos que tomaron posesión del predio en ausencia, olvido, mala fe o corrupción de las autoridades, luego de los tres grandes sismos.
Esa tarde pude llegar al centro con el sentimiento de la transgresión que palpitaba sobre mis labios, y con la emoción que te dejan ciertas investigaciones que conducen al callejón sin salida, y, también, por ser testigo del delito que permanece impune a lo largo de los siglos.