Mi hermana María Guadalupe me dijo que su “comadre” -la señora que dirigía en Tlacolula el templo de la Santa Muerte- le dijo una tarde de rezos e incienso que la Santa había llegado a mi casa en horas de la madrugada, que me había visto escribiendo; recuerdo los ojos mi hermana cuando repitió las palabras de su “comadre”, quien repitió las palabras de la Santa: “Su hermano es escritor, está en su casa, pero lo tienen dentro de una botella”.
En la tarde rumbo a San Martín Mexicapam (el sitio de los mexicas), el polvo vuela sobre las flores, distingo la figura de un león en el aire, que vuela de rama en rama.
A manera de Salvador Elizondo, “escribo que escribo”; desde los días de la infancia me recuerdo pegado a la libreta, “retrasado mental”, me decían mis hermanos en aquellos días de calor y desgracias en Tehuantepec.
“Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía”, dice el maestro Elizondo en el Grafógrafo, página dedicada a Octavio Paz.
Una tarde Ricardo Piglia habló con Juan Villoro, circula la conversación por YOUTUBE, le comentó que, en su juventud, en Mar del Plata, había leído la obra de Salvador Elizondo, publicada por el Fondo de Cultura Económica; en la madrugada, llega la voz de los escritores que emerge de la pantalla, sobre la luz intensa.
Pasaron los días, falleció mi hermana, nada pudo hacer la Santa para recuperar su salud, deteriorada día tras día. ¿Cómo interpretar las palabras dichas por la Santa Muerte sobre mi trabajo? Busco la posible respuesta en las palabras de mi hermana, su recuerdo. María Guadalupe falleció hace algunos años en Tehuantepec, alguna tarde en Monte Albán recuerdo su voz; puedo ver sus ojos, el día del sepelio hice un espacio en la hora del pésame, para escribir la columna sobre su muerte, que envié al periódico.
Lupita, así le decíamos, era muy generosa, una vez me regaló una virgen del Carmen que trajo de Guadalajara, doce horas de camino con transbordo de la Central del Norte a la Tapo, en la Ciudad de México, cuando me entregó la virgen, me dijo: “Es la reina del mar, la traje para que te cuide”. Conservo la imagen en la sala de mi casa, junto a la música, los viejos discos de acetato.
Escribo para obedecer a mis muertos, cuando escribo tengo nueve años, mi padre está vivo, cuenta con 54 años de edad; en mi infancia falleció mi padre, marino militar, desde ese tiempo busco el reconocimiento del finado, soy huérfano de padre; el otro día, en la tarde, salí al patio a tomar un poco de aire fresco luego de permanecer muchas horas frente al trasto de las palabras; me puse a pensar que el espacio que ocupa la casa, a las faldas de Monte Albán, como un sitio de poder: el espacio me entrega las condiciones, temperatura para levantar esta escritura.
Descubro, como dijo Valery, que la vida del hombre depende de los recuerdos que se levanten al mencionar su nombre; puedo escribir frente a la muerte de mis seres queridos, un día tocó escribir sobre la muerte de José Luis, mi hermano tan querido, imagino el instante en que mi hermano estuvo frente a su propia muerte (era el campo, cielo abierto bajo la fronda de un enorme árbol de mango), escucho que zumban miles de abejas sobre el panal, fijas frente a su boca, como letras oscuras en la página del libro; digo María Guadalupe, Miguel Ángel, José Luis, José, Facunda y mis dedos se agitan sobre el teclado de la máquina.
Blanchot dice que la escritura surge como producto de un instante de iluminación, a la manera de Marcel Proust; habla de las sirenas que convirtieron a Ulises en Homero y lo condenaron a pasar frente a ellas por toda la eternidad, con los oídos tapados; quien escribe lo hace desde un presente eternizado.
Avanza la tarde en Monte Albán, tarde bermeja, vuelve la escritura de Salvador Elizondo mientras el perro con fuertes ladridos intenta dar alcance a las abejas: “También puedo acordarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo”; alguna vez acompañé a mi hermana a Tlacolula al templo de su “comadre”, el lugar de adoración en los Valles Centrales, pude ver el rostro de la Santa, el oloroso altar; las negras ropas largas, la frente alta.
* Santo Domingo Tehuantepec, 1964, ganador de la convocatoria Parajes 2020 en el género Novela, emitida por la Secretaría de las Culturas y las Artes de Oaxaca.