Desde la crisis financiera de 2008 –hace ya una década– y su secuela de ajustes estabilizadores a costa del gasto y el bienestar sociales, varios países enfrentan el desafío de encontrar un regreso al equilibrio mercado/Estado. A diferencia del ciclo neoliberal que fue impulsado por las crisis financieras, ahora el movimiento pendular populista está siendo empujado por las cifras de marginación y desigualdad sociales.
En España el nuevo gobierno de Pedro Sánchez está tensando la cuerda de la estabilización social con necesidades de gasto que no se encuentran en las restricciones presupuestales y la búsqueda de ingresos para políticas de bienestar van a asumirse del lado de la política fiscal. En México la victoria del populista Andrés Manuel López Obrador estuvo impulsada por la realidad del 78% de los mexicanos con una a cinco carencias sociales y sólo el 22% sin problemas.
Desde las crisis financieras latinoamericanas de los años setenta, los ciclos de la economía se mueven de manera pendular entre el neoliberalismo de mercado y el populismo de gasto social. Se ha tratado de oscilaciones, por así decirlo, técnicas: el populismo como gasto sin ingreso genera inflación y ésta lleva devaluaciones en tanto que el neoliberalismo deprime el bienestar como forma de controlar la inflación.
El pensamiento económico occidental se ha visto bastante flojo en el análisis de las recetas fáciles; en Iberoamérica se discute desde 1956 si la inflación es asunto de gasto o de oferta, aunque el camino más cómodo ha sido el de enfocarlo como abuso del gasto y por tanto se han impuesto estrategias que operan sobre el presupuesto social, el crecimiento económico y el circulante salarial. Y, en efecto, esos ciclos han bajado la inflación; el costo, sin embargo, ha sido un aumento del empobrecimiento social y en países sin desarrollo democrático han derivado en dictaduras.
El mercado aparece como ángel (neoliberalismo) o como demonio (populismo). Se promueve o se restringe a capricho de las formaciones políticas que buscan la dirección del poder gubernamental. Y el Estado se asume como una bendición o como una maldición. La competencia Estado-mercado ha estado presente en la economía occidental desde la reunión en el balneario de Bretton Woods para fundar el vigente –aunque maltrecho– orden económico. El mercado culpa al Estado de las distorsiones desequilibrantes y el Estado acusa al mercado de los problemas de inestabilidad.
El pensamiento económico occidental se ha quedado trabado en la dialéctica Estado-mercado, quizá como secuela de la dinámica socialismo-capitalismo que contaminó la reflexión teórica a lo largo de casi tres cuartos de siglo XIX y de casi tres décadas posteriores al derrumbe del socialismo económico e ideológico de Estado en el campo soviético. Los grandes objetivos –estabilidad del mercado y bienestar social– perdieron interdependencias.
El gran desafío para las ciencias económicas y las ciencias sociales radica en encontrar un nuevo modelo económico que promueva el crecimiento económico alto sin distorsiones inflacionarias. Hasta ahora, la polarización Estado-mercado ha impedido reflexiones teóricas y ha llevado a movimientos pendulares en los gobiernos. Y a ello se ha agregado otro factor distorsionante: la mecanización de la producción que ha ido marginando a la mano de obra.
Si el problema se origina en el mercado, pues en el mercado deben encontrarse las soluciones. Si Adam Smith descubrió la “mano invisible” que ajusta el mercado, ahora el pensamiento económico anda en busca de la “mano visible” que ayude a regular el funcionamiento de la oferta y la demanda. Se parte del hecho de saber si la oferta determina la demanda o la demanda establece la oferta. Mientras no se resuelvan estas conjeturas, los gobiernos estarán determinados por las premuras de la estabilidad macroeconómica o de las demandas sociales.
A cinco meses de tomar formalmente el gobierno, López Obrador ya anunció alzas de salarios, programas asistencialistas y recortes de gasto público que se califica de superfluo, sin aumentar impuestos ni incrementar la deuda para gasto público. Pero el problema principal se localiza en el mercado globalizado. Y ahí es donde no se ven iniciativas de gobierno.
El desafío de México radica en revisar el tratado de comercio libre con los EE. UU. y Canadá a partir de datos que indican que México no supo aprovechar la integración productiva internacional: el 57% de los trabajadores carece de formalidad, el agregado nacional a las exportaciones bajó de 45% a 39% y el PIB promedio en los años del TCL ha sido de 2.5% anual promedio. El mercado globalizado careció de una política integral de desarrollo y todo se redujo a abrir las fronteras al comercio exterior.
El populismo de Estado responde a exigencias sociales de corto plazo, pero no ofrece un mejor y mayor aprovechamiento del mercado. Lo malo ocurre cuando los populismos se centran en lo social con la expectativa de consolidar bases electorales y no en la reconstrucción del mercado. Hasta ahora, López Obrador está muy involucrado en medidas de corto plazo para atender sus compromisos sociales, pero sin ofrecer un nuevo modelo de desarrollo con una más funcional política económica.
El desempleo, el subempleo, la falta de capacitación de la mano de obra, el retraso educativo y tecnológico, el salario bajo que no estimula la producción, la fuga de cerebros hacia los EE. UU., la migración de mano de obra y el abandono de la industria y el campo exigen en México un enfoque más audaz que el populismo asistencialista: un nuevo modelo de desarrollo. Y hasta donde se tienen datos, López Obrador es un caudillo y líder social y no un estadista.
@carlosramirezh