LIANA PACHECO*
Venimos a tu casa
Con cantos de alegría
Venimos a adorarte,
Rendirte honor y amarte
¡Oh Padre Celestial!
La Misa Oaxaqueña es una obra musical de naturaleza religiosa, que nació de la mano del compositor Timoteo Cruz Santos y hace pocos años fue interpretada por una cantante, también oaxaqueña. Al escuchar de voz de Lila Downs esta melodía, mi corazón se remontó a una costumbre que mi familia tenía hace más de veinte años
Cada ocho de diciembre, mi abuela, mi madre y yo nos levantábamos horas antes del amanecer, para emprender el peregrinar hacia la iglesia de San Juan Chapultepec, templo donde veneran a la Virgen de Juquila; un camino de más de dos kilómetros que recorríamos a pie en la penumbra de la madrugada. En aquellos tiempos en la ciudad de Oaxaca no imperaba la delincuencia como hoy y nuestros pasos eran iluminados por las luces navideñas que adornaban las casas, lo que, en cierto modo, garantizaba nuestra seguridad.
A pesar de mi corta edad y del esfuerzo que significaba despertar temprano, nunca puse objeción a esta tradición, más que obediencia, la verdad era por miedo.
Mi abuela decía “La Virgen de Juquila es muy milagrosa, pero delicada”. Cumple las oraciones de aquellos que lo hacen con fe, pero aguarda un castigo a quienes no respetan, ni la virgen ni su templo. Me contaba sobre un hombre que al llegar ante el altar de la virgen se sorprendió porque no vio nada, solo un espacio vacío donde debería estar la pequeña figura ataviada de blanco, a pesar de que las personas a su alrededor sí podían verla; alguien le aconsejó salir de la iglesia y volver a entrar, pero debía recorrer arrodillado el pasillo central, al terminar su penitencia alzó la mirada y contempló el altar engalanado de flores alrededor de la imagen, el hombre lloró arrepentido por su falta de fe.
Con esta historia retumbando en mi cabeza, procuraba tener buenos pensamientos, para que la virgen no se percatara de las pocas ganas que tenía de estar ahí, me aterraba la idea de recorrer la iglesia de rodillas, ante los ojos expectantes de los demás feligreses.
Un pueblo ayer quisiste.
Un pueblo aquí te aclama.
Señor de ayer y siempre;
Oye nuestra proclama.
¡Oh Padre Celestial!
Conforme nos acercábamos al templo más personas se unían a nuestro camino, después de avanzar con lentitud la escalinata para llegar al atrio, nos dirigíamos al árbol donde se colocaban las veladoras, un tronco rodeado con un marco de piedra, con algunas imágenes de la virgen colgando en su ramaje,
Mi abuela frotaba una veladora, desde mi cabeza hasta mis pies; “Para que sigas aprendiendo en la escuela, para que no le faltes el respeto a tu madre” decía al deslizar el vaso de plástico justo en mi boca.
Mientras esperábamos que las puertas de la iglesia se abrieran, el espacio era ocupado por la devoción de la gente, con veladora en mano, oraciones en silencio o en voz alta, por la familia, los hijos, el trabajo o solo agradeciendo el nuevo día de vida; la mayoría de personas, amenizados por una banda, entonaban un canto, hasta muchos años después supe que aquellos acordes, que se resguardaron en mi memoria, llevan por título: Misa Oaxaqueña.
Traemos con nosotros
La fe de nuestros Padres
Queremos aumentarla
Queremos que la ilustres,
¡Oh Padre Celestial!
Al terminar la misa y recibir del sacerdote la bendición, recorríamos las calles de San Juanito atestadas de puestos, aromas y voces que ofrecen sus productos, “Tamales, lleve sus tamales. Atole de leche, champurrado”. “Flores y poleo pa la virgencita”. “Pásele, pruebe el pan directito de Santa Catarina Juquila”.
—¿El jamoncillo lo hacen de jamón? — pregunté a mi abuela.
—No, es un dulce de panela y coco. ¿Quieres probar?
Respondí que sí y compró una bolsa con varios trozos de color marrón, al morderlo la mezcla porosa y crujiente se disolvió en mi boca.
—¿Te gustó — me preguntó
Y yo asentí con la cabeza y continuamos nuestro recorrido entre la vendimia, mientras ella me tomó de la mano. Atrás quedaban las voces que llegaban con más oraciones y el canto de veneración a la virgen.
Volver a escuchar, después de tantos años, la Misa Oaxaqueña, me transportó a mi niñez, a los pasos de esta procesión familiar, la calidez de las velas encendidas resguardando una oración, el aroma de los ramos de hierba de poleo, a la bendición de mi abuela, los centenares de voces cantando al unísono en espera de que las puertas del santuario se abran y la melancolía de evocar experiencias que nunca se volverán a repetir.
Podría justificar que aquella tradición familiar se terminó con el transcurso del tiempo, que mermó la fuerza en las rodillas de mi abuela, impidiéndole volver a caminar; y yo, conforme crecí, las obligaciones de la vida dejaron poco tiempo para la fe.
Sin embargo, a pocos días del ocho de diciembre, la nostalgia hace añorar aquel peregrinar. Esta vez, me corresponderá llevar a la Iglesia de San Juanito las veladoras con las oraciones de mi abuela, entonaré con fervor la Misa Oaxaqueña y al salir compraré un trozo de jamoncillo para compartir con ella, la mujer que me inculcó la importancia de una oración con fe.
*Liana Pacheco es egresada del taller de novela breve del escritor J.M. Servín.