La mano del pintor rara vez
nos permite observar
su propio comportamiento
PAUL AUSTER | Negro sobre blanco
Uno
Entre ver y sentir hay un abismo. Torpor, colibrí, corazón. Un abismo lleno de mensajes. Negro, amarillo indio. Las fronteras se multiplican, nunca se borran. Entre sentir y comer hay algo indigesto, putrefacto.
El lector forma una ecuación donde resulta vencedor el derrotado. Entre sentir y resentir cabalga la noche. Carretera Cristóbal Colón. Velocidad mínima de desplazamiento, a la entrada de la ciudad. Carro, casa, destino. Entre sentir y sentir hay pensamientos. Océano, abisal/azul.
Hay que comer palabras. Pétalo, flor, calabaza. Hay que comerse las palabras. Abejas. Palabras torbellino.
Para que dentro de tu pecho crezcan y cuadren, como en la política se eligen candidatos a la contienda. Palabras contemplación.
Hay que dormir con el perro. ¿Cómo se duerme la gente con el perro? Entre sentir y sentir hay un imposible. Un salto al vacío, asalto. Tengo un auto que se cree perro, anda enamorado de los árboles.
Le digo a mi amada, tenemos un auto enamorado de los perros, se embarra con los árboles. Ella ríe. Rojo, sangre, verde. Un punto, mi ojo, una línea luz. El año pasado me diagnosticaron cataratas maduras en el ojo izquierdo. Lo putrefacto está en el aire, escribo.
En el jardín la escuadra la banqueta permite la belleza de las rosas, el mundo se hace a un centímetro de la tierra. Toda elevación causa ingreso, debo cobrar: mi religión no permite regalar el trabajo. Escuadra, marro, cincel. Las flores construyen paisajes (todo esto lo escribo mañana. Hoy se cierran mis ojos).
***
“La nada no es más que algo”. El perro ladra en la noche. ¿Acaso seré yo quien se aleja? La mejor posición para mirar el mundo está tras la ventanilla del camión, cuando las cosas se marchan.
***
En la adolescencia me propuse escribir libros hasta los 50, para luego retirarme a una playa solitaria (este año cumplo 62, en mi cabeza nunca llegué a cumplir los 50).
Tengo en la cabeza la playa, mi espalda tiene la marca de la palmera donde cada tarde me recuesto a mirar el mar. Mis pulmones llenos de salitre y tabaco. Tengo en la yema de los dedos el olor del mar, el tabaco.
Estos son recuerdos mientras escribo el libro esta noche, “ganarás el mar con el sudor de tus ojos”. Escribo el libro después de los 50, levanto mi canto a la necedad, aunque no tenga una playa, un cocotero inclinado que le cuenta sus secretos al mar. El mar, su arena blanca, la brisa que lame mi piel, la espuma que como en un sueño moja los pies.
Las casas y los árboles tienen geometrías que explicar, alvéolos. ¿Ya puse la palabra colindancias? Escribo una noche de octubre, encuadre, registro.
Dos
Retomar siempre el momento, el instante con ánimo que te lleva a mover las manos en la libreta, el lápiz, este dar rumbo a los garabatos entre líneas azules que se resisten a morir.
El día amaneció con penas, como para beber mezcal.
Desde el ánimo, el buen ánimo, la buena manera, la disposición de manchar tus manos de tinta hollín; este rasgar la libreta hasta escuchar el gemido largo que busca tu nuca entre los cabellos y las orejas mientras el lápiz avanza sobre el papel y va descubriendo rostros y territorios mientras llega el olor fijo de la leña que arde en el bracero humedecido, cojo, tuerto, golpeado por la última lluvia hasta no poder más mantenerse en pie, en alto, vertical, fiel al fuego, al canto del patio largo como un látigo.