Me gusta escribir sobre la vida de los artistas callejeros de Oaxaca; no me tocó conocer a Cenobio, pero con las letras intento ofrecer el retrato de su arte y su tiempo.
Diego y Frida, en uno de sus viajes al Istmo de Tehuantepec, escucharon al ciego Cenobio tocar su flauta de carrizo en la estación de San Jerónimo Ixtepec. Un día mandaron por el músico al pueblo ferrocarrilero. Lo invitaron a la ciudad, allá tocó pitu nisiaba (flauta de carrizo, en zapoteco) para Bretón en abril de 1938, en la fiesta ofrecida por los pintores al padre del surrealismo.
__ Me gusta el tren porque parece un hotel que no descansa, aquella vez en la ciudad de México pude saludar a Diego y Frida, me pidieron tocar para Bretón; ese día, el poeta, como gato en la ventana, guardó silencio. Escuchó mi música, pude sentir la fuerza de su alma; al terminar de tocar mi pieza, Panza Vacía, pasaron unos minutos (en mis tinieblas pude palpar el silencio del poeta y los pintores).
Me dijeron que nací en el 21, puede ser el 21 o el 10, el año de la revolución.
Los viejos me enseñaron a ganarme la vida con el carrizo, a encontrar la forma de la música sobre la superficie de astillas.
__ El oído, decían, en el oído está el orden de los sentimientos.
El abuelo y mi padre me llevaron al río, allá por Cheguigo Juárez. Buenos días, Juan, buenos días Juan Pitero, le decían a mi abuelo.
Mi padre fue gente sin cabeza, necio, torció el don de la música que le dio la tierra por ser matancero de marrano. Y así lo conocían, por su apodo, Mariano Cuche.
Era bravo cuando se emborrachaba pegaba a mi madre; ella lo quería, fue a sacarlo de la cárcel más de una vez. Mi padre le reprochó el hijo ciego que le había parido, inútil, que no podía ayudar con el trabajo.
Cuanta desgracia será para un padre tener sueños de dinero y sólo contar con sus manos y un hijo ciego para lograrlo.
Murió de alcohol, nunca fue rico, nunca hizo dinero.
Por esa tristeza que le dejó no tener poder, tocaba canciones con mucho sentimiento.
Mi madre marchó tras él para protegerlo, yo estaba pegado a la enagua de mi madre. Para ese hombre, lo que ganaba se lo gastaba en alcohol, or eso mi abuelo me enseñó a ganarme la vida con la flauta de carrizo, para sacar la música y proteger a mi madre con mi trabajo.
__ Ya borracho mi padre decía, “con la revolución triunfante habrá sacrificio de animales, festejos, nadie lo puede parar”; imaginaba fiestas.
Mi abuelo replicaba con esa verdad grande, “la gente será triste, habrá necesidad de olvido y alegría para que alguien cambie sus horas ingratas por la música, pero todos seremos pobres”.
Por ahí se ganaban la vida en las fiestas titulares, en los cumpleaños, en alguna comida que hacía la presidencia municipal; aunque haya desgracias, a los políticos no les falta motivo para iniciar el festejo.
Mis mayores me enseñaron a escoger el carrizo para la flauta por el sonido que deja el viento al pasar entre canutos. ¿Qué más podían hacer por un desgraciado ciego? Buscarle acomodo en la tierra, enseñarle los sonidos, el tono de la voz del que sufre; me enseñaron a ser un descarado y ofrecer música cuando la gente espera la muerte.
Un ciego no entiende de las fechas del calendario, los años, sólo sabe sumar desgracias a su desgracia; ni mi madre ni mi padre ni el abuelo Juan sabían leer, poco importa. Sabían de conservar la vida y cuando escuchaban el tropel de los caballos se metían al pozo, federales y revolucionarios robaban mujeres y comida.
Esa fue mi infancia, estar con el oído despierto y buscar con la mano la mano de mi madre, correr con ella, guardar silencio como si de pronto nos persiguiera la angustia, ocultos hasta que los cascos de los caballos se escuchaban bien lejos.
El pueblo sufre, lo sé porque escuché maldecir a mi padre; no hay dinero, perdieron la dicha. El pueblo sufre, maldecía el abuelo; mi madre.
La tristeza es grande, crece desde los pies hasta el pecho y sale por los ojos, se extiende por calles y casas, como el fuego, por el parque y el mercado, la iglesia y los barrios; se sienta en la presidencia municipal. Desde la silla grande gobierna, sale y se va al río, regresa con una botella de mezcal en la mano; entra a la cantina y pide más mezcal, no se harta.
Luego se topa conmigo, y le toco la música que más le gusta.
Escuché a mi madre llorar por mi padre, era tan grande su amor por mi padre; la escuché llorar por mi destino; sufre la madre por las horas de un hijo ciego, nada vale un hombre pobre y ciego.
__ De vez en cuando me arrimo al fuego, me trae de vuelta certezas; hay días en que me descubro incompleto.