Una de las acepciones del verbo “interpretar” que aparecen en el diccionario de la RAE es: “concebir, ordenar o expresar de un modo personal la realidad”. De aquí podemos desprender, entonces, dos categorías de esta realidad: lo observado y el observador; el mundo y el sujeto. Por los sentidos captamos los estímulos de esa babel de apariencias que es la existencia: tocamos, escuchamos, paladeamos, olfateamos y miramos el universo para nombrarlo, para enmarañarlo de significaciones, para hacer una exégesis personal desde la trinchera de nuestra cultura.
En el plano estético, el artista-creador también interpreta una realidad que luego vuelca a la obra como espejo de su subjetividad. Llámese cuadro, poema, drama, coreografía o canción, la obra resume una definición del ser que después los espectadores o lectores abrevarán, sentirán y desentrañarán como parte de los procesos comunicantes.
En las esferas de la música existen los ejecutantes e intérpretes quienes, a través de sus recursos y habilidades expresivas, pueden resignificar una obra, dotarla de nuevas sonoridades, insuflarle el hálito vital para hacerla estallar ante nuestros sentidos en una llamarada de encantamientos. De ahí que los sabedores elijan con precisión arrogante la orquesta con la que escucharán a Mozart. En la vertiente de la música popular, en al caso de México, por ejemplo, sabemos el poder persuasivo que la voz de Eugenia León tiene para establecer gozosos puentes acústicos entre nosotros y los compositores tradicionales o contemporáneos.
En el caso de Oaxaca existe un intérprete peculiar debido a la sutil marejada de su canto. Me refiero a Tlálok Guerrero (Juchitán, 1980), quien, además, es un brillante ejecutante de la guitarra: hombre-hemisferio de algarabías que evocan a Álvaro Carrillo o a un vendaval de pájaros istmeños, a montañas abstraídas en silencios elocuentes, a aguijones bienaventurados de son tropical. Suyo es un arpegio que sirve de telón a una voz insuflada de melancolía dichosa, a veces casi un susurro: media voz que acomete nuestro oído con precisión de saeta mojada en sustancia vivida.
Más allá de sus potestades como ejecutante instrumental y cantor, Tlálok Guerrero es un artista comprometido con su raíz musical, con la difusión de quienes configuran y proyectan la identidad nuestra. Su labor es la de un médium, puente supurante de lenguajes y sentires. Por su partitura vocal se despliega la música de Jaime Luna, César López, Héctor Díaz, Lorenzo López, Fernando Amaya y otros de tan fecunda vena oaxaqueña.
Hay un ardid natural, una eficacia para multiplicar el pan y los peces de la dicha en las interpretaciones de Tlálok Guerrero: juchiteco afable, con varios discos en su haber, de ánimo retador en las noches sembradas de estrépito alcoholario. Rey Midas de las seis cuerdas anhelantes, que nos hace rezumar esperanza a la irrupción de su canto y vihuela. Su voz es agua de mar que esculpe los continentes de nuestra nostalgia, es raíz que escarba la tierra para cimbrar los minerales de nuestro ser herido bajo la noche y la ausencia.