FERNANDO AMAYA*
Una heredad, un templo a cielo abierto, el lugar en donde floreció la historia de los Altamirano. Todo eso me lo hicieron sentir las voces de mi abuela y mi padre; ambos, lo más próximo que tuve de esas experiencias; unas llenas de ilusión y bondad; otras, de penuria y olvido.
Me he resistido a ir hasta ese lugar que tiene una ubicación física en el mapa de Oaxaca, y que ocupó un vasto territorio sobre planicie y montaña baja en las proximidades del valle ejuteco. Por tal motivo, yo fui creando en mi imaginación las construcciones, los parajes y las landas de La Hacienda del Rincón.
Lo tuve que hacer para que los recuerdos no se disolvieran y se perdieran los atributos de la gente que, de algún modo, constituyen mi prosapia. Desde los primeros Altamirano, extremeños y foráneos que fueron dotados de la encomienda que tuvo como sede la hacienda referida, con rasgos diferentes entre ellos; morenos y de pelo crespo, los unos; blancos y de cabello rubio, los otros; los ojos, desde el castaño oscuro hasta el verde tierno, nariz aguileña y boca de labios gruesos en su mayoría. Indudablemente, con los años se produjo el mestizaje, y la raíz indígena se hace evidente en nuestras ultimas generaciones.
Para hacer válido lo antes dicho hemos recurrido a expedientes antiquísimos, a los cuales hemos tenido acceso gracias a las innovadoras técnicas del internet y sus estrategias. Dado que en el siglo XVIII y parte del XIX no había registro civil, los archivos de la Nunciatura Apostólica nos permitieron reconocer a esos Altamirano fundadores establecidos desde entonces en El Rincón, Xaguía, Andrés Niño y Amatlán; a su lado, las mujeres que, con otros apellidos, dieron luz a la progenie aludida. Marcos Laureano Altamirano y Micaela Mijangos (Siglo XVIII), José Manuel Altamirano y María de la Concepción Almengor, Manuel Procopio Altamirano y María Guadalupe Jarquín Lara (Siglo XIX), Celerino, Prisciliano y Micaela Altamirano (Siglo XX), de donde provenimos los Altamirano vallistos y costeños actuales.
Sobre las disputas en relación a la posesión de la tierra, las luchas emancipatorias, haría falta escribir una larga historia, en la que los Altamirano terminaron cediendo, ya entrado el siglo XX, sus posesiones legendarias que fueron a caer en manos los nuevos cacicazgos surgidos de la imposición y el abuso, a tal grado que, la última lucha por sacudirse este cacicazgo la emprendió Clemente Altamirano con sus hermanos, sin encontrar eco en las demás familias que se plegaron a lo dispuesto por el que se asumió como dueño de la hacienda y cuyo nombre obviamos por no venir al caso mencionarlo esta vez.
Hay un camino real que nos lleva de Ejutla a El Rincón, pasando por los dominios de Coatecas, Andrés Niño y San Juan Lachigalla, municipio que ya aparece en los documentos referidos antes. La tierra suelta de los sembradíos, copa de algún modo este camino que hasta finales del siglo XIX y mediados del XX, sólo se hacía a pie, o a caballo cuando se disponía de él o se le requería por alguna causa urgente. Por allá se hace visible una línea de magueyes de pencas puntiagudas; más allá, el grupo de nopales que producen unas tunas curiosas llamadas tapachullos en lengua náhuatl y que, al castellanizarse perdieron el encanto de esa denominación. De estas nopaleras, alguna vez, se cosechó en cantidades industriales la grana cochinilla, y en El Rincón y sus alrededores se vivió una etapa de auge y de buena memoria por la aquiescencia y nobleza de Manuel Procopio Altamirano y María Guadalupe Jarquín, quienes no acopiaron sólo para ellos, sino también para quienes hacían el trabajo azaroso y acomedido en los campos de cultivo.
Al centro de las cuatro parcelas que dividen al pueblo, se encuentra emplazada la Hacienda del Rincón, sobre un altozano en donde alardean sabinos y nogales sus altas copas verdes. Las familias que se asentaban en esas parcelas, poseían viviendas robustas construidas con adobe de muy buena hechura y techos de tejamanil puestos sobre recios armazones hechos con madera de guayacán y de cedro. El núcleo familiar contaba, regularmente, con dos construcciones: el dormitorio y la cocina, y un granero que, en un alero de paja, protegía a los bueyes y caballos utilizados en los quehaceres del campo, labor que ocupaba a la familia toda, con excepción de los pequeñines quienes, en los patios de estas viviendas jugaban, como resulta lógico, a labrar la tierra y a cosechar la siembra.
Con respecto a la hacienda y en razón que muchas veces fue usada como fuerte, cuando los Altamirano decidieron su destino aliándose a los independentistas, reformistas y soberanistas, correspondidos con la Independencia, la Guerra de Reforma y la Revolución Mexicana, la plaza estaba rodeada por un bardeado de piedra que ocupaba una extensión aproximada de dos hectáreas, guareciendo a dos corredores que ocupaban por los lados un tercio de la extensión del predio, el lugar se ocupaba como mesón y caballeriza para hospedar a quienes llegaban a hacer comercio con la estancia, viniendo de lugares muy lejanos de los Valles Centrales, y demás regiones del Estado. El otro tercio lo constituían dos alas de dormitorios con un jardín al centro presidido por una fuente de cantera en donde dos ángeles custodios vertían agua sobre maceteros de arcilla conteniendo arreglos de mimbre, helechos y musgo que eran reemplazados cada que requerían un recambio.
Hablemos ahora del último tercio en donde, a los costados, estaban los dormitorios del patronazgo de aquella hacienda, así como, al fondo, la cocina y el comedor al cual tenía acceso todo aquel que ameritaba o mereciera un potaje gentilmente servido por los dueños de la hacienda. Las puertas que daban acceso a los tres espacios mencionados, así como sus ventanales, estaban hechos con madera traída desde los dominios selváticos de la Costa y el Istmo, especialmente cedro y caoba para las hojas; roble y macuil para los armazones. Los pasadores y picaportes estaban fabricados de bronce selecto, ese que con una esmerada pulida, los deja siempre como nuevos.
La gran Hacienda, guarda la historia de grandes personajes cuya nobleza no deja lugar a dudas, y de otros cuyas maldades y abusos no los sitúa en un lugar menos miserable que el olvido. Dentro de los primeros Antonio Justo Altamirano que casó con Micaela Grijalba, a saber, nieta de Juan de Grijalba de quien, por lo menos no tenemos una referencia oscura de conquistador inflexible, pero sí de descubridor prudente, por lo que aún se mantiene un río con su nombre, el que desemboca en la cuenca del golfo que pertenecerá a México ya por siempre y para siempre. He de mencionar por fin, a mis seguros tatarabuelos: Manuel Procopio Altamirano y María Guadalupe Jarquín, quienes a través de Celerino Altamirano (bisabuelo), y mi abuela Ignacia Altamirano también, me legaron un devocionario de amor al prójimo y respeto al derecho de los otros, aparte de fe en la justicia, pero no en quienes la imparten. Con esta reflexión dejo la Hacienda que reconstruyo a partir de un anecdotario confiable. No sé si alguna vez iré a sentarme en el equipal que seguramente usó Manuel Procopio, ya veterano, para mirar la puesta de sol que sus ojos vieron tomado de la mano de María Guadalupe, trigueña y hermosa, aún en la edad que siempre asiste a las mujeres benditas.
Fernando Amaya es poeta y cantautor originario de la costa oaxaqueña.