Aun lo recuerdo como si acabara de suceder. La sensación increíble de formar parte de un certamen. Desde el momento de diseñar e inscribir mi receta al comité organizador. La recurrente idea de que quizás desde el proceso habría fallado, podría ser que los demás participantes llevaran técnicas más pulidas, más avanzadas; que su experiencia no se compararía a la mía, que si eran mayores y yo un incipiente chef; que si formaban parte de renombrados restaurantes…
Recuerdo la noche anterior al concurso con cierta preocupación, apenas dormir y despertar cada cierto tiempo, sudar mucho y soñar que la ejecución era o no era lo que habría planeado. Levantarme en la fría madrugada por un vaso de agua y repetirme que estaba seguro de lo que hacía, que no había por qué preocuparse. Sentir escalofríos al volver a la cama y buscar cobijo físico en un espacio de duda mental…
Y despertar sabiendo que era el momento ideal, entrar a la ducha fría y sentir que el mundo ha disminuido su velocidad, sentir que la vida transcurre en cámara lenta, mirar el reloj cada 30 segundos sintiendo que habría pasado media hora entre cada paso. La ansiedad haciendo su trabajo y el temple oponiendo resistencia, realizando suspiros profundos y exhalando con lentitud, tratando de tener la mente en blanco, pero con los procesos en segundo plano.
Atravesar la ciudad en coche repasando cada tiempo, cada proceso, y en “off” esa voz, ni quieta ni grata, que te hace dudar si olvidaste algo, comenzar a planear soluciones para momentos que no sabes si sucederán, y recular en lo principal, los ingredientes, los tiempos, los procesos y…
Y de pronto recobras el sentido justo en el momento en de ponerse las pieles, vestir la filipina. El nervio hace que tu piel sienta cada fibra de tela que te cubre, que tus dedos suden y sientan resbalosos los botones que cierran tu armadura, que tu abdomen resienta el momento en que con un par de cintas entallas tu delantal y lo aseguras a tu cintura, y entonces el aroma, el aroma que despide ese uniforme, que no sabes si te agrada o te disgusta pero que resulta premonitorio a la tormenta que se avecina. Estás dentro, no hay antes, no hay tal vez, es ahora, y entonces…
Nada mas reconfortante para calmar los nervios que estar sentado frente a los chefs evaluadores, los ejecutores, y recibir un claro, conciso y preciso sermón de reglas, tiempos y directrices antes de comenzar. Es entonces cuando tu espalda se endereza, tu estómago se aprieta y dejas de pensar, no hay tiempo para más, es hora de actuar.
El encender las hornillas emana un calor hacia el rostro como si estuvieras frente a un propulsor a reacción, en el momento en que esa brisa cálida toca tu nariz entiendes que el tiempo corre, y empiezas a ejecutar. Corte en julianas, cortes en dados, los verdes en este bowl, las proteínas esperan su turno en el refrigerador, las tablas toman su lugar y aunque alrededor de ti hay otros tantos haciendo un ruido similar lo único que te atañe es la sinfonía de tus técnicas tomando el control, y el pan crujiente resuena en tus oídos, y cada grieta crujiente se siente bajo tus dedos en microsegundos que sabes que no recuperarás. Y el agua hirviendo resuena, bulle; y es hora de sofreír, de rebozar, de hornear. Y no hay una conciencia real pero cada respiración se acompaña de un proceso a la par. No hay tiempo para corregir porque no hay nada qué corregir, cada paso, cada corte, cada movimiento tiene la precisión de un reloj suizo…
Y alrededor de ti, como tiburones que huelen la gota de sangre de una presa te presionan los chefs evaluando, con una tabla en las manos y un bolígrafo que no se deja de mover, y tu calma y tu ritual se ve interrumpido por su resoplar, los escuchas gesticular, truenan la boca y al levantar la mirada te observan un par de ojos con gesto desencajado y vuelven a anotar…
Cualquier relación del tiempo físico y lineal desaparecen, de pronto escuchas al chef gritar “15 minutos para presentar” pero estás muy ocupado limpiando, ordenando y una proyección de ti también calienta, prepara los platos, está listo para salsear…
Y la sinfonía se reactiva y el correr del tiempo se acelera. Vivaldi y el invierno se interpretan en tus pensamientos acompañados por un levemente audible Tic Tac, Tic Tac, los movimientos se vuelven precisos, desaparece el ruido exterior y no sabes si respirar pero sabes que lo lograrás, cada corte, cada salseo, cada pieza ordenada con la pinza se vuelve una nota diferente en esta sonata contra reloj, y sin darte cuenta hay ojos observándote y en boca de todos está el “uy casi se equivoca, esa estuvo demasiado cerca”, pero tus poderes de telepatía están apagados y es más la telequinesis que mece los movimientos oscilantes de tus dedos y manos hasta lograr completar el objetivo final…
“Buenos días Chef, cuéntanos por favor…” Y ahora eres tú quien da la explicación frente a personajes inmaculados en uniformes blancos, algunos con distintivos, banderas y colores, perfectamente planchados. Y ahora ellos escuchan y tú hablas, y entre cada vocablo percibes, Tic Tac, Tic Tac, hablas como quien declama una poesía para su amada, una sarta de palabras que no sabes si tendrán algún sentido mientras quienes, sentados, analíticos, te observan, degustan y anotan. “Gracias Chef (sonrisa sarcástica). Siguiente”.
Volver a cocinar resulta tan pesado como bajar del monte Everest, sientes una loza en la nuca y apenas puedes respirar, la espalada reclama y la frente clama por una cubeta con hielos y dejar de respirar. Terminas de limpiar y sales a convivir…
“¿Y tú que hiciste?” “¿Y por qué lo hiciste?” “Yo habría mejorado tal” “Creo que no habría puesto cual” … Escuchas a participantes y espectadores con una fineza de oído digna del reino animal y esa voz vuelve a ti, debiste mejorar, debiste refinar, debiste…
(Un cúmulo de contracturas, ardores y dolencias se manifiestan ante un estómago que se niega a recibir alimento mientras los jurados deliberan)
Y entonces respiras, vuelves a sonreír y abres los ojos, despiertas de ese molesto momento letárgico cuando escuchas tu nombre entre la lista del pódium, y duele sonreír, notas que tus molares están prensados, y el aplauso te revive, y ya no duele la espera, ya no hay espera, sólo la gloria, el agradecimiento y las miradas recelosas. Y vienen las fotos, y los premios, y las felicitaciones…
Y despiertas del recuerdo.