LIANA PACHECO*
A menudo escribía en una hoja de papel la fecha, la hora, y «va a venir» y otras frases, temores de que no viniera, de que su deseo hubiera menguado. Annie Ernaux | PURA PASIÓN
Mi infancia
Licenciado Galindo, quiero que conozca mi historia desde el inicio para que pueda entenderme. No es que busque justificar con los traumas de mi infancia, o con la frustración de no haber alcanzado mi sueño de ser famosa como Bianchini, lo que le hice al señor Barajas.
Conocí a Nina Bianchini cuando yo tenía ocho o diez años, un día que falté a la escuela porque le mentí a mi mamá que tenía dolor de panza. No crea usted, lic, que mi mamá era pendeja y que yo la engañaba así de fácil; pero esa mañana se peleó con mi papá, que se había ido de peda. Se daban unos agarrones, licenciado, que mejor prendía la tele para no escucharlos. El caso es que en la pantalla estaba Bianchini: una mujer joven, de pelo oscuro, corto y desordenado; de baja estatura, comparada con la mujer que hacía la entrevista; envuelta en una gabardina que le rozaba las rodillas. Pero su apariencia no era lo importante, sino los premios que había ganado en otros países. ¡Premios por cocinar! Mostraron imágenes de ella preparando sus platillos: una jugosa porción de carne, al lado verduras cortadas en pequeños trozos alineados por color y entre estos dos ingredientes un par de flores azules. Todo en un reluciente platón de vidrio con bordes dorados. Una armonía de formas y colores que me dejaron con la boca abierta y salivando.
Hasta ese momento, no había imaginado que un plato de comida pudiera contener tanta belleza y dedicación. Sin embargo, ver a Nina moviéndose entre la estufa, la mesa y el fuego, con la delicadeza propia de una artista, fue como recibir una respuesta a una pregunta que nunca me había planteado: la misión de mi vida sería ser talentosa como ella.
Lo curioso es que, hasta ese día, yo no sabía ni calentar las tortillas, así que me propuse aprender. Pero antes de imaginarme tocando la misma gloria que Bianchini, la realidad estrelló mi fantasía contra el suelo áspero de mi casa: mi papá tenía empleos temporales como maestro albañil; mi mamá se negaba a trabajar, decía que la obligación de llevar dinero a la familia era del marido. Entonces, subsistíamos con lo que le quedaba a mi papá luego de pagar sus borracheras.
Algún día de octubre
Veinte años después de que la vi por vez primera, mi realidad estaba aún muy lejos de los éxitos que Nina había conseguido. Pero dirá usted, licenciado: “Si vivías de hacer lo que te gustaba”. Claro, pero no como lo imaginé: en cocinas de mármol, con copas de cristal y manteles de color blanco; sino en una cantina: mesas de plástico, cacerolas con sarro, la estufa cochambrosa y trapos apestosos a humedad, así era la realidad de mi sueño. Inicié limpiando pisos y poco a poco me involucré en las verdaderas tareas de la cocina, hasta que estuvo a mi cargo preparar la comida principal de cada día; quiero decir, la botana que se daba entre cervezas. El dueño dijo que mi sazón era buena. ¡Claro que lo era!, pero no lo suficiente para subirme el salario. Sin embargo, me quedé; uno, para tener más experiencia como cocinera y buscar la oportunidad de trabajar en un restaurante lujoso; y dos, mi motivo más personal e íntimo: el señor Barajas, el hombre que originó todo lo que sucedió, aquel acontecimiento que hizo que usted, licenciado Galindo, y yo nos conociéramos.
Él era el cliente que solo iba los martes, cuando servíamos costillas al horno. Varias veces lo escuché decir que estaban muy buenas. Al principio, reconozco, licenciado, que me cautivó su apariencia: alto, fornido, de cabello castaño y ondulado, pero prefería no ponerle atención, más por su actitud arrogante que por llegar cada semana de la mano de una mujer distinta. Todo cambió aquel día, no me pida datos exactos, sé que era octubre porque en ese mes él cumplía años y estuvo yendo casi a diario.
Una tarde, yo estaba sacando una bolsa de basura para llevarla al contenedor del estacionamiento. De pronto escuché el sonido del motor, giré el rostro y el hombre iba bajando de su camioneta gris. Para mi sorpresa, no iba con ninguna de sus acompañantes; de hecho, ya eran varias las ocasiones en que llegaba solo.
—Hola, niña. ¿Cómo estás? —preguntó y yo enmudecí unos segundos. Sus ojos verdes estaban fijos en mi rostro.
«¿Niña?», pensé con un poco de confusión, pero antes de reclamar, le sonreí como si fuéramos viejos conocidos.
—Bien… señor Barajas. Así le dicen a usted, ¿no? —dije tratando de hacer una mueca sexy con los labios. Él puso los ojos en blanco. Luego, tratando de ser graciosa, añadí—: ¿Es su nombre o apodo?
—¡No! Es mi apellido. No me digas así, ni me hables de usted.
—Como diga… señor Barajas —respondí. Él se acercó y me dio un beso en la mejilla.
“Señor Barajas”, así lo registré cuando me mandó un mensaje, dos días después de que le di mi número de teléfono.
Durante el mes de noviembre
“Hola, mi vida. ¿Cómo estás?”
Fue el primer mensaje que me envió. Sé que va a pensar que soy una intensa, licenciado. Pero con aquel “mi vida” logró que yo sintiera que le pertenecía, que en conciencia y piel era completamente suya.
Así empezamos nuestra relación: él llamaba después de las once de la noche, casi siempre borracho, y siempre me llevaba a su casa, en donde seguía emborrachándose y terminábamos desnudos en su cama. Le aclaro, licenciado, yo no bebo, nunca me ha gustado el sabor acedo de la cerveza ni el licor; lo único que yo deseaba era estar con él. No era un buen amante, pero tenía algunos gustos raros que hacían el sexo menos aburrido. No voy a poner detalles sexuales explícitos en mi declaración, licenciado, no vaya a ofender a alguien.
Los días iban o venían, no sé, lo único relevante era que el señor Barajas me quería y lo demostraba en sus mensajes: “Mi amor, mi vida, mi chula”. Por supuesto que no había olvidado el detalle de que tenía otras mujeres a su alrededor, pero mi cabecita aseguraba que yo era la más importante. Que algún día, pronto, únicamente seríamos él y yo.
No olvido la madrugada que condujo por las calles frías, vacías y nosotros escuchando, cantando, una y otra vez esa canción: “No conseguirán engañarnos a todos, aunque a veces parecemos tontos… No conseguirán engañarnos a todos, a todos no…”. Las primeras veces que la escuché, ni le encontré sentido, pero se volvió mi canción favorita porque con esa canción me besaba, apretaba mis pechos, me mordía y hacía otras cosas que, por pena, no puedo contarle aquí, a pesar de que yo le decía que no me gustaba que lo hiciera. No tiene idea de cuánto deseaba que esas horas se quedarán por siempre quietas, que no tuviera que despedirme del señor Barajas, que esa felicidad fuera infinita.
A finales de ese mes de noviembre
Cuando pensé que nada podría mejorar en mi vida, en ese mes de noviembre Nina Bianchini presentó un concurso de cocina. El ganador obtendría una beca para estudiar en “Le Tournesol”, su conocida escuela de gastronomía. Claro que no desaprovecharía la oportunidad. ¡Iba a ganar ese concurso!
Decidí practicar la elaboración de mi platillo, algo fácil, licenciado: crepas de espinacas y harina de almendra, rellenas de queso manchego, pulpa de fresa y nuez caramelizada. Antes de vaciar la mezcla en la sartén sumergí un par de dedos en ella y los puse en mi nariz. El aroma era muy bueno, pero cuando los llevé a mi boca mi lengua no identificó ningún sabor. En ese momento pensé que mi garganta estaba muy seca. Terminé de cocinar y emplaté de forma simple: con las crepas rellenas formé tres conos simétricos, agregué gotas de jarabe de arándano, un círculo de trocitos de fresa y alrededor del plato espolvoreé cocoa. Observé mi creación por unos segundos. Tomé la delgada masa y, sin preocuparme por no usar cubiertos, la metí en mi boca. Con los ojos cerrados mastiqué y mastiqué, hasta tragar un bolo insípido, ¡simple! Sentí que la sangre de mi cuerpo caía a mis pies como si un pesado bloque de metal fuera arrojado a mi cabeza. ¿Qué me estaba pasando? Tomé el bote de mermelada que tenía a la mano, metí la cuchara y la llevé a mi boca. ¡Nada! Luego el café en polvo. ¡Tampoco! Después mordí una cebolla. ¡Ni siquiera eso! ¿¡Mi boca había dejado de percibir sabores!?
Liliana Ruiz Pacheco (Ciudad de Oaxaca, 1986) Escribe con el seudónimo de Liana Pacheco. Inicia su aprendizaje en la creación literaria en 2018, en el taller: «Escribe en corto una novela», impartido por el cronista J.M. Servín. Ese mismo año se incorpora al Colectivo Cuenteros, un espacio de escritoras y escritores oaxaqueños, que publicaban cuentos en los principales periódicos de la ciudad. En otoño del 2019, el Colectivo Cuenteros presenta en la edición 39 de la FILO, una colección de fanzines, titulado “Colección de cuento contemporáneo Oaxaqueño”.
En noviembre de 2020, Liana Pacheco gana el premio estatal Colección Parajes, en la categoría de cuento, con la antología “Dualidad de caos” una colección de once cuentos de narrativa de ficción. La Secretaría de Culturas y Artes de Oaxaca, impulsa esta colección para presentarse en la Feria Internacional del Libro en Coahuila en 2021 y en el Librofest Metropolitano UAM Azcapotzalco en 2022.
Liana ha buscado que sus textos trasciendan más allá de los límites del estado de Oaxaca. Sus cuentos han sido publicados en revistas y antologías nacionales y latinoamericanas. En 2023 dos de sus cuentos fueron traducidos al inglés para las antologías “Oaxaca y más allá” y “De chile, mole y pozole”. En 2023 cursó el diplomado “Antropologías corporales para la creación”, explorando en una escritura más íntima y el performance, de este proceso se publica el libro: “Investigación – creación desde los afectos”.
Actualmente escribe en la columna “El ojo de Lya” de la revista cultural “La Coyol”.
Hambre de lumbre, de Almácigo Ediciones, se presenta este jueves 15 de mayo a las 19:00 horas en la Biblioteca Henestrosa de la capital oaxaqueña.