ZAGREO Y*
A mi tía Angela Belinda, que nació el día de la fiesta grande.
Esta colaboración debía ser publicada el miércoles pasado. No sucedió así porque el calendario espiritual que rige mi destino entró en su fase decisiva. La semana grande de TX inició el pasado lunes y con ello el giro en el calendario que sacude a todos sus habitantes, incluído yo, a quien la Santísima María Magdalena nunca ha discriminado.
Sin ánimo de ofender confieso que descubrí en una redacción que mi vínculo con las figuras religiosas es muy parecido a mi filiación por ciertos equipos de futbol. Es decir que si se tratara de hacer una selección santísima me quedaría con el Señor del Rayo, de origen mixteco y la patrona de mi terruño: M.G. aka María Magdalena.
En mi tierna infancia nunca entendí por qué se realizaban cuatro días de fiesta en mi pueblo. Después de años sin estar en las fiestas reconozco que cada día de celebración es una oportunidad para poder estar, para poder llegar.
Claro que del otro lado de los cuatro días de fiesta obligatorios sucede el eclipse definitivo. El momento en que el sudor, el alcohol y la música funden la vida pasional de quienes habitamos la rivera del Río TX. No siempre esas joyas fundidas son bellas, buenas y verdaderas por las propias debilidades que dominan la comunidad.
Concuerdo con García Márquez cuando indica que la historia personal se edifica a partir de una selección caprichosa de la propia memoria, una compilación de recuerdos que vamos eligiendo y que nos define como individuos. Para mí la fiesta de mi pueblo era el momento en que podía dormir hasta las cinco de la mañana sin que nadie se preguntara por mi paradero. La fiesta de TX también era el momento en que podía volver a convivir con mis parientes más lejanos. Aquellos que migraron para conseguir una mejor vida o simplemente para poner distancia con un pueblo que no les trae los mejores recuerdos.
Fue en las fiestas de María Magdalena cuando observé por primera vez a mi tío Ismael galopando a toda velocidad para atrapar una gallina colgada en medio de la calle. Fue en esa misma fiesta donde también sentí por vez primera el vértigo y la emoción de los juegos mecánicos. Las festividades de mi comunidad consolidaron siempre una nueva experiencia que no siempre fue placentera. Recuerdo todavía con dolor el intenso palpitar de mi mano derecha cuando un cohetón (triki-traka) me estalló antes de poder lanzarlo.
Recuerdo también los primeros besos furtivos, tenía que esconderme en algún recoveco del parque o en los antiguos callejones sin luz para que con torpeza los labios se acercaran y los cohetones y la música detonara un placer escondido y permitido únicamente en los días de fiesta.
Este año también tuve una primera experiencia: sentí cómo la tierra puede curar la depresión que llega después de cuatro días en que las emociones afloran y las pasiones se imponen. Después de cuatro días de baile y bebida uno puede perderse sin saber si acaso lo necesario es nunca dejar la fiesta o volverse abstemio.
Mientras los recuerdos de la fiesta se agolpaban en mi memoria, mis manos arrancaban el monte para preparar la tierra donde el almácigo del cempasúchil me confirmaba que la fiesta había terminado.
*Zagreo Y: Escritor de tiempo completo. Sobrevivo porque Adri me mantiene. Gracias a un Dios que nunca muere nací en Oaxaca. Críticas, patrocinios o ganas de censura, llamar a la editora.