Y por eso me tuve que ir
Presionó el vestido contra su nariz, quería olerlo, hundirse en el recuerdo de ese aroma que esperaba nunca se evaporara. Era lo único que le quedaba de él, el olor de su departamento que se había impregnado en la prenda. Lo abrazó con fuerza, como si quisiera grabar en lo profundo de su alma la sensación que el aroma provocaba en ella.
Se había ido, o eso creía ella. A miles de kilómetros había un hombre que trabajaba arduamente mientras se deshacía por dentro; un nudo en la garganta le impedía respirar, pero se obligaba a seguir, no podía ofrecerle nada y ella lo quería todo. Ella, que no sabía vivir a medias, quería una casa, un perro, una vida, una eternidad a su lado.
Y él, que era solo un pobre infeliz, no podía acercarse a su alegría, no podía sumarse a su felicidad, no podía amarla, no sabía cómo amarla sin romperla, no sabía cómo tocarla sin sentir que le hacía daño, no sabía cómo explicarle que no era ella, que era él, solo él. La quería, la quería con toda el alma, la quería de formas que sólo él podía entender, la quería de formas que él no creyó que existieran. Pero no podía darle más, sentía que no podía, que si la dejaba quedarse en algún momento la lastimaría, que si la dejaba quedarse en algún momento le fallaría y ella terminaría por odiarlo. Y la quería tanto, que prefería verla triste antes que saberla infeliz.
Era bonita, inteligente, divertida, siempre encontraba la forma de hacerlo sonreír, en medio de sus charlas siempre aparecía ella con una de sus múltiples frases de romántica empedernida y lo hacía sonreír. No, no era ella, era él. Y no, no quería dejarla, no quería que ella se fuera de su vida, la quería en su vida, quería llamarla y reír, quería escucharla gritar y maldecir, quería escucharla debatir, quería escribirle para decirle que había tenido un mal día, quería escribirle para decirle que un político había hecho una declaración fuera de lugar, quería compartir con ella sus dudas y sus aciertos, quería encontrarla a media noche en su departamento y hundirse en su cuerpo al despertar.
Pero ella quería más, y más y más y más… y él no podía, no quería, no sabía. Por eso le pidió que se fuera, por eso tuvo que decirle que sus esperanzas eran infundadas, por eso tuvo que decirle que no sabía qué quería, por eso la hizo sentir que no la quería, porque la quería y la conocía lo suficiente como para saber que ella esperaba tener todo con él, casa, hijos, mascota y familia. ¿Y qué podía darle él? Nada, solo problemas, solo tristeza.
La quiere pero no la quiere, la necesita pero se dice a sí mismo que no es así, espera que ella lo espere pero se repite mil y un veces que no debe esperar nada de nadie, la quiere lejos pero el vacío de la cama le recuerda que no es así, la prefiere enojada, pero el nudo en su garganta le dice que no es así, la quiere pero su orgullo le dice que es mejor así, la quiere pero su egoísmo le dice que no es la mujer que él merece, que no puede vivir con una persona así, tan enamorada, tan apasionada, tan entregada, tan necesitada, tan distinta a él, tan loca por él. Y al final, ¿qué quiere? no lo sabe, no sabe qué quiere ahorita, no sabe qué querrá mañana, ni siquiera sabe si va a extrañarla, ni siquiera sabe si ella es la mujer de su vida.
No sabe nada, no quiere nada, no quiere a nadie… y lo repite tanto que ha comenzado a creerlo. Es duro consigo mismo y fue duro con ella, la hizo añicos, tomó sus ilusiones y las rompió frente a ella, palabra a palabra deshizo las charlas que hablaban de futuro, punto por punto fue rompiendo las cartas que con tanto sentimiento le escribió, pedazo a pedazo fue deshaciendo el mundo que ella había construido para los dos. Le habló fuerte y claro: No te quiero, nunca te he querido, no sé si pueda quererte un día, eres terca, te aferras, tienes esperanzas y no, conmigo no debes tenerlas, yo no me veo contigo, no quiero nada contigo, no me nace besarte, ni tocarte, ni abrazarte, ni…
Y ella, rota y deshecha lo miró desde la orilla de la cama, lo miró con tristeza e insistencia. Esperando el momento preciso para hablar… y habló el coraje, solo pudo hablar el coraje, el asco y la indignación.
Hay historias que no inician hasta que terminan, hay historias que no son dignas de ser escritas, pero sus ojos vidriosos y su pelo ajado me convencieron de escribir su historia, sus uñas rojas y sus mejillas sonrojadas de tanto llanto me convencieron de escribir que el amor todo lo soporta.
Se sostiene, se repite una y otra vez que no puede romperse, que debe confiar en el destino, que debe confiar en la vida, que valió la pena, que fueron felices, que la dicha de coincidir debía de hacer su tristeza más llevadera. Llora, de repente como si se rompiera un dique las lágrimas le empapan el rostro, lavando las ilusiones y las esperanzas que aún conserva. Es muy pronto para decir que todo ha terminado, es muy pronto para decir que va a olvidarlo.
No quiere olvidarlo, no quiere despertar y no tenerlo, no quiere respirar y no verlo, no quiere la vida sin su vida, ni su vida si no es con él. Pero debe aprender a vivir sin él, porque él se fue, porque él no la quiso, porque él no la deseaba, porque él estaba cansado de ella, porque ella le resultaba un fastidio, porque durante todo ese tiempo sólo se trató de él.
Capítulo II… ¿Y si te cuento por qué no debía enamorarme de ti?