ELIZABETH PÉREZ CASTRO
Siento su mano subir por mis piernas, llegar a mis caderas y acariciar con destreza la curva de mi cintura, dibuja círculos en cada una de mis vertebras y con su boca se aventura por mi cuello.
Es tanto el deseo que un suspiro se me escapa de entre los labios y él con su suave voz me pide silencio. Así es esto, una caricia en medio de la gente que no nos mira, un beso suave por detrás, la invitación precisa para dejarme llevar a donde él decida.
No necesito más, basta el roce sus manos para caer rendida, basta una sutil insinuación para convertirme en mujer tempestad. Estar con él someterme a mis instintos y dejar que la razón se deslice con mi vestido.
Es mío, por unas horas, por un momento, es mío, me pertenece, soy dueña de su piel, de su pasión, de su mirada y sus caprichos.
-¿Cuántos somos?- pregunta.
-Sólo tú- respondo.
Él sonríe y se deja caer en el abismo del deseo, me recorre el cuerpo y mide con sus dedos la distancia entre mi costado izquierdo y mi corazón. Besa el lunar de mi hombro derecho, traza las curvas de mi cuerpo, susurra contra mi cuello y me lleva al punto cúspide de la pasión.
Después solo el cansancio, la satisfacción que huele a sudor y que se queda impregnada en el cuerpo, solo el sonido de los broches, los cierres que suben y los pasos que se alejan sin decir adiós.
Una llamada insistente irrumpe en el ritual que es la despedida y una voz se cuela por mi teléfono “¿Dónde estás?”, pregunta el dueño de mis días, de mi rutina, de mi moral.
Sí, tengo dos hombres entre mis días, pero solo uno en el corazón.