CRISTINA SALAZAR ACEVEDO / Fotografía de portada: REGINA MEJÍA
II. Los tíos, las tías y mi papá
Mi hermana, mi hermano y yo corremos felizmente desenfrenados con todos los primos y primas a subirnos a los caballitos, pues es una hora en la que hay muy pocas personas. Éramos tal vez 15 ó 20 niñas y niños, pues en total fuimos 49 nietos. ¡Un montón! ¿Verdad? Abuelita Lucha y tía Luchita, desde el centro del carrusel, donde se prende el motor y está el tocadiscos, autorizan nuestra subida asintiendo con su cabeza. Se escucha de fondo la melodía “Tengo el corazón contento, el corazón contento lleno de alegría. Tengo el corazón contento desde aquel momento en que llegaste a mí. Yo quisiera que sepas, papapapá, que nunca quise así, papapapá …” de Palito Ortega. Buscamos qué caballito montar, pues ya podemos subirnos solos poniendo el pie en el estribo y encaramarnos:
—¡Yo, Tom! ¡Yo, Jerry! —se escucha con gritos de gran algarabía.
—Súbete al Centauro, Cris —me dice mi hermana.
—No, ese me da miedo porque no sé si es caballo o es gente. Mejor en la cebra —le aclaro con un poco de timidez en medio de una gran expectativa.
Tener la opción de elegir el caballito es maravilloso. Se acercan tío Carlos, tío Toño y mi papá. Revisan que estemos bien sentados.
—Se detienen del tubo. No vayan a querer bajarse cuando está en movimiento. Tienen que esperar a que se detenga totalmente el carrusel para bajarse, pues si no, se pueden caer —indican claramente, con suavidad y firmeza al mismo tiempo.

Es una gran emoción esperar que el juego se ponga en marcha. Ya quiero que arranque. Siento un sudor en las manos. Mientras sigue sonando “Tú eres lo más lindo de mi vida, aunque yo no te lo diga, aunque yo no te lo diga. Si tú no estás yo no tengo alegría, yo te extraño de noche, yo te extraño de día …” escucho cómo va arrancando el motor y todo el juego comienza a moverse. La sensación de subir y bajar, rítmicamente, sin caerse, es fantástica. Me siento muy feliz. Miro hacia arriba y veo cómo hay “fierros” que suben y bajan y maderos de color amarillo y blanco. Volteo a ver hacia el centro del carrusel y estiro las manos, quisiera alcanzar las pinturas, me dan ganas de tocarlas. Hay pájaros de muchos colores en ellas, parece que están vivos pues las plumas parecen de verdad. Recuerdo que, en el patio de la casa, tío Toño los estuvo pintando durante muchas horas sobre una tela aterciopelada con unas pinturas como pasta de dientes[1]. Me encanto viendo los cuadros coloridos y saludando con las manos a mis hermanos y a mis primas y primos que se encuentran repartidos por todo el carrusel. Desde afuera, tío Carlos, tío Talo, tío Toño, tía Luchita, tía Soco, tía Vicko y mi papá nos van diciendo adiós con las manos y haciéndonos señas de que nos sujetemos bien del tubo central del caballito. Todo es alegría hasta que nos indican que hay muchas personas que esperan subirse y tenemos que bajarnos.

Al cierre del 2024 una joven señora de Santo Domingo Barrio Bajo, Etla, platicaba conmigo mientras la voz se le quebraba:
—Los mejores recuerdos de mi niñez son en los jueguitos. Para una niña como yo y para mi hermano, que no teníamos recursos, el poder subirnos a un juego significaba mucho. Era un momento muy especial, de mucha felicidad. Le doy gracias a Dios que tu papá siempre nos dejó subir. Nunca lo voy a olvidar —me confiesa.
También siento un nudo en la garganta. Yo tampoco quiero olvidar.

[1] Las pinturas al óleo de los biombos del carrusel fueron diseñadas y pintadas por el artista y pintor Gilberto Cuevas R., a encargo de mi abuelo Natalio Salazar Pérez. Debido al fallecimiento del artista, mi tío Antonio Salazar fue quien los terminó, pues aprendió a pintar observando detenidamente cómo pintaba don Gilberto.