Bajo la espantosa ruina; bajo la luz desoladora
SYLVIA PLATH, Conversación entre las ruinas
Apareció un objeto nuevo en casa, la máquina de escribir.
Blanca. Reluciente.
Las desgracias llegan con envoltura firme y cargada con los buenos deseos.
__ Sigue –dijo Nahui.
Sabía mirar el cielo, las nubes, con la mano metida en la bolsa de los pantalones; caminaba tras una voz, una mirada, un aroma. Un recuerdo. Era una bueno para nada, pero me hacía el importante.
Aquel día que llegó la máquina a casa mi madre esperó en la puerta. Escribe, dijo y señaló el nuevo objeto. En esa ocasión pospuse la escritura; me puse a arreglar mi cuarto. En la mañana siguiente volví a enfrentar el mismo requerimiento. Escribe. Puse de pretexto algún asunto, salí de casa, llegué al palacio municipal.
En la planta alta de aquel edificio solitario me acerqué al escritorio de una señora de sonrisa franca, la mujer me pareció buena gente, dije: perdone usted, quiero aprender a escribir a máquina.
La sonrisa amable abre la puerta de los oficios; de aquella infancia recuerdo atmósferas que salen de lo cotidiano.
Los pasillos del palacio municipal olían a desinfectante, como en una cantina recién regada, al mediodía. La mujer me invitó a sentarme junto a ella, dijo: las letras corren de izquierda a derecha; metió papel, escribió con manos invisibles. Pude darme cuenta que el escribir era un asunto relacionado con la luz, fotográfico.
De regreso en casa puse otro pretexto cuando mi madre me pidió que escribiera; tengo pendientes de la escuela, dije, para escribir se necesita calma, aseguré.
Hay gente que confunde escribir con pensar; cuando escribo, desde la primera vez, lo hago con mano firme, fuertes caderas, como si bailara un danzón. Al día siguiente volví al palacio municipal, la mujer me dijo el secreto de su trabajo: graba en tu cabeza la posición de las letras, cuando escuches, sigue las formas de las letras que tienes en la cabeza; lograrás escribir sin la máquina Si lo logras, podrás mirar la escritura invisible.
Me dio el último consejo: las letras matan. Ese día, en aquella oficina pude permanecer con los ojos cerrados.
En el escritorio memoricé la posición de cada una de las letras, grabé el golpe, el sonido producen los dedos al chocar contra las teclas. El golpe metálico de las letras sobre la hoja. Las cosas que cambian la vida se aprenden lejos de casa; las letras forman figuras que aparecen en el aire, misteriosas.
Aquella noche no pude dormir, en la oscuridad intenté escribir historias. A la mañana mi madre apareció con la misma solicitud, escribe.
Hay solicitudes que se clavan en el costado; impagables. Ella quería ofrecerme un oficio, una forma honrada de ganar el pan. Escribe, dijo. En ese momento pude sentir el corazón en la yema de los dedos; palpitaban. Escribe dijo mi madre, pero no pude escribir.
El adolescente que entra a la cantina bien sabe inventar pretextos, algo dije, salí de casa sin cumplir la petición de mi madre. Llegué a la esquina a beber cerveza con los amigos. Al otro día volví al palacio municipal, me detuve junto al escritorio de la mujer, ella me dijo: puedes hacerlo, intenta.
Por imitación metí papel en la máquina. Me daban ánimos el olor que salía de los resortes, la luz que entraba por las ventanas; pude escuchar el golpe seco de mis dedos contra las teclas. Escribe tu nombre, dijo la mujer. Lo intenté, tembloroso logré hacerlo. En mi cabeza permanece el sonido que producen las teclas al escribir mi nombre, lo memoricé: sonaba como triste canción escuchada en la adolescencia.