¿Y si te cuento por qué no debía enamorarme de ti?
No lo quiso por amable, ni por atento; él no se enamoró de ella y se empeñó en decirlo tantas veces como ella quiso arrancarle un “te amo” de los labios. Ella sabe que él no le pertenece y él la sabe tan suya que la deja ir libre por el mundo, confiando en que su corazón la hará volver.
Está llorando, abrazando la almohada y llorando amargamente, nada tiene sentido, ¿cómo puede alguien no amarte cuando le has dado tanto? ¿Cómo puede alguien hacerte tanto daño cuando de ti solo ha recibido cariño sincero?
A ella no le alcanza el silencio, ni la vida, ni la muerte para entender sus sentimientos. Lo encontró porque el destino así lo quiso, porque la vida decidió que era tiempo.
Se conocieron una tarde de octubre con el sol iluminando sus cuerpos, antes de él nadie, después de él, todo. A ella le duelen las uñas, la piel, el corazón, el estómago, el cuerpo, le duele todo, le duele el desamor, la tristeza, el abandono, la indiferencia; los te amo que no florecieron, los besos que quedaron atrapados en el silencio.
Le escribió tres cartas, quiso explicarle con poemas y versos sus sentimientos. Pero él estaba ciego, no tuvo ojos para ver más allá de su cuerpo, no tuvo corazón para sentir el amor tan profundo que en el corazón de ella iba creciendo.
No tuvo ganas de aprenderse sus secretos, ni oídos para escuchar los susurros de un amor que prometía el cielo. No quiso quedarse y descubrir que más allá de sus ojos, ella tenía un espíritu noble y tierno. Se negó la dicha que da el amor, se negó a descubrir que la felicidad se desayuna, se come y se cena a pesar de la distancia que habita entre los cuerpos. No quiso quererla, no quiso esperarla, no quiso comprenderla, no quiso aceptar que el amor es así, loco, desbalanceado, ridículo, travieso.
No, no es por ella, no es por esos kilos que ella se nota en el espejo; no son sus celos, tampoco los reclamos que siempre terminaban en un “discúlpame no vuelvo a hacerlo”. No es ella, no fue ella, es él, solo él, él que no quiere, él que no se enamoró de ella, él que no quiso quedarse con ella, es él, el meditabundo, el orgulloso, el grosero, el que prefería verla rota, antes de admitir que se le había pasado la mano… de nuevo. Era él, él que no quiso tener tiempo, él que no se enamoró de sus ojos, él que no aprendió a decir “te quiero”, él que nunca entendió que ella lo amaba tanto que lo hubiese seguido hasta el infierno.
Hizo una lista, una lista de sus defectos, de las razones por las que no debía enamorarse de él.
“Es grosero, hiriente, orgulloso, no lee, no me quiere, no le gusta cantar conmigo, es vanidoso, es rencoroso, no me quiere, no le gustan los gatos, no le gusta el color verde, no me quiere, no entiende mi amor, no le divierten las mismas cosas que a mí, es un patán, no me quiere, no quiere tener novia, no le gusto, no me dice que soy linda, no me regala flores, no recuerda las fechas importantes, es distraído, no recuerda lo que le digo, mis amigos le molestan, le gusta el café con canela, no toma capuchinos, es enojón, es egoísta, es irresponsable, no me quiere, no me quiere, no me quiere…”
La lista se perdió, entre sus papeles, entre sus libros, entre sus notas, entre su corazón, entre sus sentimientos, entre esa fe absurda que tiene en que “el amor lo puede todo”, la perdió, la olvidó y se lanzó al vacío que prometía ser un infierno.