Él la mira sorprendido, la observa con detenimiento, no sabe qué le pasa, pero no es la misma, no es la mujer dulce y a ratos violenta de la que él se hizo.
Ella lo observa mientras un tumulto de pensamientos le envuelven la cabeza, tiene el corazón desbocado, le palpita con fuerza. Tiene las manos a los costados, lo mira con reproche y con recelo, le tiembla la barbilla y hace lo posible por ocultarlo mientras se muerde los labios. Quiere gritar, pero el nudo que siente en la garganta la frena. Celos, malditos celos del infierno, malditas ganas de golpearlo y salir huyendo.
No hablan, entre ellos se ha instalado el silencio, un silencio cargado de reproches que hablan de un amor mancillado, herido y enfermo. Está triste, dolida, enojada, herida.
Así empezó todo, el principio del fin fue la certeza del engaño, el inicio de la calamidad fueron los reproches que no alcanzaron voz, los celos que se volvieron tormento, la inseguridad que se tornó yugo y sustento.
-Nadie deja lo más por lo menos- le dijo.
-No te entiendo- respondió él.
Ella sonrió y lo besó. Fue un gran beso, un beso caprichoso, un beso lleno de promesas, un beso de Judas, un beso que sabía a futuro vuelto infierno.