Ella está ahí, frente a él, con la mirada perdida entre la concentración y las ansias. Él quiere tocarla, preguntarle todo, besarla hasta que se desvanezca, hasta encenderle las ganas y paralizarle la lengua.
Ella sonríe, lo observa. Quiere besarlo y por eso se acerca. “No me gusta el color rojo”, le dice. Ella no se molesta. “Tienes los labios pintados de rojo”, insiste. Ella le toma la mano y comienza a besarle la palma, una, dos, tres veces. Se ha quedado prendado de ella.
¿Mejor? Pregunta. Él observa su palma derecha, quisiera fotografiar ese momento, volverlo único, no olvidarla, no olvidar su cara, no olvidar los labios que le acaban de traspasar el alma.
Se besan. Ella lo besa con ansias, con cariño, con un poco de miedo que se transforma en confianza, se sabe suya, pero se lo calla. A los hombres es mejor no asustarlos con cosas como el amor, la fe y la esperanza.
Él la besa con ganas, con sus labios le dice todo lo que su alma calla. ¿Se está enamorando o tal vez es que nunca le habían besado el alma?
Está sentado, trabajando, a veces quisiera no recordarla. Ella lo dejó, un día no quiso esperar su llamada, un día cuando la llamó ella ya no estaba.