A Julieta Fierro
Hace algunos días tuve que viajar a cierto destino por cuestiones de trabajo. Durante el vuelo, y mientras las sobrecargos servían aperitivos a pasajeros ansiosos que trataban de sosegar sus temores devorando lo que tuvieran a la mano, llegó a mi mente el aroma de un jugoso filete. Curioso para la ocasión, tratándose de un vuelo relativamente corto. Mirando el atardecer por la ventanilla pude divisar un incendio lejano y llegué a imaginar los olores a tierra seca y a madera quemada.
Invitado por el noble acto de imaginar comencé a reflexionar sobre los aromas y especialmente sobre la acción que tienen las partículas volátiles en nuestros sentidos, en el olfato para ser más exactos.
Pongámonos científicos.
Perder alguno de nuestros sentidos suele ser un miedo que las personas tenemos en lo profundo de nuestro ser; a veces tememos perder la vista, o el oído, no tan frecuente es el miedo a perder el tacto o el gusto, y siempre relegada al final está la posibilidad de perder el olfato, más relacionado con una afección de vías respiratorias, algo pasajero, pero, ¿sabe querido lector qué tan relevante es nuestro olfato realmente?
Las mascotas ya nos llevan ventaja en ese campo, por supuesto. Qué sería de perros o gatos sin su agudo sentido olfativo; qué sería del reino animal en general,. Lo cierto es que el olfato es necesario de nuestra supervivencia, desde el principio de nuestra existencia aprendimos a diferenciar el placer del peligro por el olfato: lo dulce, floral, o fresco, de lo quemado, químico o rancio.
Nuestro sentido olfativo trabaja de manera particular. Dentro del proceso respiratorio recopilamos cientos de partículas volátiles, dispersas por el ambiente alcanzan nuestros receptores y estos a la vez enlazan respuestas con las neuronas que registran la información, la reconocen y guardan como una referencia nueva, todo en un fracción de segundo, sin embargo, no existen miles de aromas como queremos creer; se trata de elementos químicos de la tabla periódica que se aglutinan en cantidades y órdenes específicos para ser reconocidos e interpretados por nosotros como alguna fragancia en especial.
Respiramos polvos espaciales.
Si seguimos la lógica científica y nos aferramos a la idea de que la materia no se crea ni se destruye y sólo se transforma, podemos concluir que lo que hoy reconocemos como tostado, rancio o fermentado es, en esencia, un conjunto de polvos espaciales y entonces es válido preguntarnos ¿a qué huele una nebulosa?, ¿cómo sabremos si la luna realmente huele a queso?, ¿a qué olía el espacio en tiempos del Big Bang?
Quienes gustan del vino, el té o los quesos maduros deberían saberlo un poco mejor de acuerdo con su “biblioteca” de recuerdos, básicamente, el espacio exterior huele a carne chamuscada, pólvora usada y metal caliente, o al menos a eso dicen que huelen las naves espaciales por dentro cuando orbitan en torno a la tierra, aunque es imposible que una tripulación lo perciba debido a la falta de oxígeno.
Sin embargo, al someter una muestra a un espectrómetro de masas (herramienta por demás útil para diseccionar los elementos químicos en una muestra) podremos tener una referencia, y es que el espacio exterior es un cúmulo de elementos de la tabla periódica coaccionando entre sí, muchos en estado sólido y otros tantos de manera gaseosa. Así entenderíamos que Marte, por ejemplo, huele a huevos podridos debido a una interacción de azufre en su superficie con el dióxido de carbono de su atmósfera.
Somos víctimas de nuestro entorno
Volviendo a la tierra, entonces, nos encontramos con un predicamento y es que el ser humano, en su vasto entendimiento es un ser de referencias por lo que, como dije anteriormente, el aroma marciano lo hemos referenciado ya con algo que conocemos y muy difícilmente podremos darle una entidad propia, así, cuando nuestra raza comience con la colonización espacial cuesta creer que diremos “huele a la nebulosa de Orión” o “Sin duda estamos por pasar júpiter” debido a ese intenso aroma de amoniaco y sulfuro de hidrógeno.
Viene a mi mente una experiencia contada por el Chef brasileño Alex Atala en la que cuenta cómo en la espesura del Amazonas, una de las tribus originarias suelen comer un tipo de hormiga con sabores entre frescos, semi dulces y picantes, al probarlo, el Chef de inmediato reconoció una mezcla de jengibre y citronela pero en cambio, al darle a probar estos productos a los individuos de tal tribu unánimemente dijeron que sabe a hormiga.
Vamos cerrando
No digo que no seamos como especie capaces de ampliar nuestra ya saturada arca de aromas, sería increíble algún día ir a un restaurante a probar aromas de estrellas, planetas o incluso cometas perfectamente balanceados, sin embargo, para muchos de esos aromas ya hay una nomenclatura.
El experimento perfecto para probar esto es acudir a una cata de vinos, el sommelier en su amplio repertorio y experiencia de sensaciones podrá dar una guía de aromas, clavo, madera, mantequilla, un leve toque de roble, y no faltará quien encuentre cacao, quien perciba piña e incluso alguien más dirá que percibe algo similar a la acetona. ¿Están todos mal? No precisamente, actúan como seres de referencia, sus receptores olfativos han logrado salvar esa mezcla de partículas en un recuerdo específico.
Como seres curiosos hemos creado abanicos y arcas del gusto buscando satisfacer lo que dio inicio a este texto, la duda por saber a qué puede oler algo, al final el olfato no es tan olvidado como creemos solo que no nos damos la oportunidad de apreciarlo en su amplitud.
El olfato desarrollado no es propio de los lobos, tampoco exclusivo del personal del área de alimentos y bebidas. El olfato, desde mi punto de vista, es el sentido que más podemos disfrutar, gozar sin necesidad de enfocarnos demasiado. Piensa, querido lector, en algún aroma que te guste y de inmediato te llevará al mejor recuerdo que tengas asociado con ello, y esa es su magia, desatar el recuerdo.
IMAGEN de la vía láctea de la BBC