CRISTINA SALAZAR ACEVEDO
I. El abuelo y la abuela, el origen
El primer carrusel que existió en Oaxaca, y que recorrió muchísimos rincones del estado, fue fabricado en la mente y en el corazón de mi abuelo Natalio Salazar Pérez y su hermano Gildardo en la década de 1920. Ambos se las ingeniaron para que niñas y niños vivieran una experiencia de mágica alegría montados en caballitos de madera que subían y bajaban. Siendo pioneros en la fabricación de juegos mecánicos. Supongo que nunca imaginaron el impacto que esto tendría en generaciones posteriores.
Al inicio, este carrusel era empujado con la misma fuerza de los niños mientras corrían, cosa que resultaba más divertida para quienes empujaban, que para quienes montaban un caballito. En los años subsecuentes, mi abuelo y su hermano fueron modificando la manera de hacerlo girar, gracias al ingenio compartido con otros señores y adaptarle el mecanismo de un tractor y de un molino utilizando tractolina o petróleo, para años después, habilitarlo con un motor eléctrico. Y aunque el método para generar el movimiento cambió, el gozo generado en niños y niñas jamás lo hizo, al contrario, se fue haciendo extensivo a muchos lugares del estado y creció también con la fabricación de otros juegos como la rueda de la fortuna, los platillos y las sillas voladoras. En la fabricación de estos juegos colaboró también el hermano de mi abuelita, Joel Roberth Gómez.

Hace unos ocho años impartía un curso en una colonia de la ciudad de Oaxaca. Una señora de mirada afable a quien le calculé más de setenta años, de cabello negro con algunas canas, trenzado, se acercó a mí después de haberme presentado y ella escuchara mi apellido.
—¿Qué era para usted don Natalio Salazar?
—Mi abuelo —respondí.
—¿De verdad? Yo conocí a su abuelo —me dijo muy contenta.
—Cuénteme de él, yo no lo conocí —le solicité con curiosidad.
Mientras me platicaba, la señora sonreía cada vez más. Parecía que cada recuerdo jalaba hilos de sus mejillas.
—Yo soy de San Pablo Huixtepec y cada año, su abuelo iba con sus caballitos a la fiesta de mi pueblo. Mi casa estaba enfrente de donde se ponían y yo esperaba con muchas ansias que llegaran. Era lo que más me gustaba de la fiesta. Y como la señora güera, su esposa, doña Luchita … ¿la abuelita de usted, entonces? se quedaba con sus hijos en la casa de mi madrina, pues yo me iba a casa de mi madrina y doña Luchita me dejaba subirme a los caballitos las veces que yo quería. ¿Cómo se me va a olvidar?
—Y, ¿Cuántos años tenía usted? —pregunté.

Deteniéndose a pensar, afirmó: —Estaba yo chica, unos seis o siete. También me acuerdo de Carlos, Natalio, Beto. Eran los hijos de don Natalio y doña Luchita.
—Mis tíos —puntualicé.
—A ellos los conocí trabajando también en los caballitos. Llegaban, descargaban un camión y armaban el juego —prosiguió—, eran muy altos, grandotes y muy trabajadores. ¿Qué razón me da de ellos?
—Ya fallecieron —expliqué con cierta tristeza.
—¡Pues mire, qué sorpresa encontrar a una nieta de don Natalio y doña Luchita! ¡Me da mucho gusto conocerla!
Sentí muy bonito que alguien recordara a mi abuelo, a mi abuela y a mis tíos con tanto cariño. Llegué corriendo a platicarle a mi papá, quien todavía vivía. Y ese día, me quedé pensando … ¿Cuál es la magia que tienen “los caballitos” para dejar una huella imborrable al paso de 60 ó hasta 70 años, después de tanto tiempo? Tal vez la respuesta esté al explorar mi propia niñez y la de otras personas.

1 comentario
Mil felicidades querida Cristy y mucho éxito en este hermoso relato que plasmas en tus investigaciones.