Existe una leyenda urbana en la ciudad capital de México, en las enredadas calles de CDMX; se dice que no hay taco malo.
Y no hace falta ahondar demasiado en la comida por excelencia del mexicano, y plato insignia de nuestro país al rededor del mundo. Los hay en numerosas variedades, sabores, tamaños, ingredientes y tradiciones. Desde los tacos callejeros que ponen a prueba al estómago todoterreno, hasta tacos nivel estrella «Michelín», últimamente más cuestionados por su galardón que por su sabor.
En Ciudad de México no hace falta ser un chef degustador, la palabra la tiene cualquier trabajador de a pie, que suba y baje del metro, de preferencia si acude a «echarse» unos tacos al final de la jornada.
No digo con esto que no haya malas recomendaciones, pero da la casualidad que no suele haber taquerías vacías, trátese de establecimientos formales o puestos callejeros con su acostumbrada banca de barras metálicas. Todas las taquerías, me atrevo a decir, tienen por lo menos un par de comensales asintiendo siempre con la cabeza, aprobando lo que encontraron por casualidad o escucharon en la charla laboral, en una recomendación en redes sociales o escuchando atento (tal vez sin querer) la plática de alguien en el transporte público, en el parque de béisbol, o en una escapada al museo.
Para la sociedad del taco no es suficiente saber por alguien más que un taco es malo, resulta preciso probarlo, pedir por lo menos uno de cada especialidad y afirmar o negar sobre la reputación que les precede.
Y este es un punto importante, la reputación. No hace falta que se hable precisamente bien de una taquería para encontrar buen sabor y numerosa clientela.
Caminando por las laberínticas calles de cada delegación me he topado con tacos infames, pero también con establecimientos de propietarios terribles, mal hablados o hasta gruñones que te dejan altamente satisfechos, como si una mentada de madre fuera el mayor aderezo para semejante manjar. Pero si de aderezos hablamos, hay taquerías cuya principal referencia son las salsas picantes y despiadadas, o extrañas y suculentas, aunque las proteínas sean planas o grasosas… aunque para grasas también hay una aberrante variedad, desde cazos que han hervido en la misma grasa por más de tres generaciones, las cuales preservan y glorifican los añejos restos, que a veces son un «aderezo» adicional, hasta grasas religiosamente nuevas cada domingos luego de que la propietaria asista a misa por la mañana y comulgue, solicitando a Dios que bendiga a su familia y su negocio, pues las creencias son también parte de la mística de las carnes.
Por otro lado, hablemos entonces de la machaca, la carne o la verdura, porque hoy en día puede hacerse un taco de todo, empezando por la sal y llegando hasta donde alcance la imaginación… o de nada, enrollando la tortilla vacía, con un ligero hueco en el centro que emana el aroma de la vida diaria. Pero volvamos acá.
La carne es el ingrediente por excelencia, desde el clásico y ya inmortalizado pastor en trompo, herencia del paso de migrantes de medio oriente y modernizado en trompos de todo, pasando por los jugos de la res, las carnitas de puerco y algunos otros aventurados en las mieles de la caza mayor como el jabalí o el venado (dicho entre susurros y por temporada), pero también existen tacos de hortalizas y vegetales, asados en técnicas y jugos orientales y con recuerdos cárnicos bastante evidentes.
Viene a mí la historia de un joven asiduo a los tacos como método religioso para usar bien la quincena. Una tarde al salir de la universidad, en la juerga del fin de semana, escuchó sobre unos despiadados tacos en los dominios próximos al circuito interior, los susodichos tenían la reputación de destruir estómagos y enviar a los comensales a un obligado y poco agradable reposo en el trono, así que como buen mexicano de provincia radicando en la capital, decidió acudir a la cita.
El aroma del lugar era poco más que provocativo, carnes de puerco sumergidas en un océano de grasa, tortillas bañadas en el mismo caldo de cultivo. Hagamos un paréntesis para resaltar que la subsistencia de una taquería, como la de cualquier negocio culinario, sea del giro que sea, depende del flujo de capital, y si este infame lugar seguía abierto debía ser una razón.
Obedeciendo más al reto que a la razón nuestro protagonista solicitó tres tacos, agregó sal y limón y cubrió cada uno con una salsa diferente. Roja molcajeteada, verde de miltomate (tomatillo) y chiles secos, y la de la casa, de la cual había suposiciones sin comprobar que era una salsa de chiles rostizados y de botella de algún supermercado de cadena. Una ligera llovizna acompañó la proeza. Aquella noche nuestro personaje durmió como si hubiese comido rosas, ya que la mala profecía no se cumplió, aquel aventurero culinario hizo de aquel puesto callejero su bastión imponiendo una nueva reputación.
Pareciera de pronto, entonces, que no hay taco malo, solo que no hay taco para todos, dando lugar a la mística y haciendo parecer que es el taco quien elige a su degustador, siendo la verdadera experiencia lo que sucede en el retrogusto y la consecuente digestión.
1 comentario
Me encantó esta columna, más por qué habla de una de mis comidas favoritas desde que tengo uso de razón y es verdad el taco te elige a ti , saludos