Para Carmen Elisa y César Alejandro
Hay voces que roban el sueño, retumban en tus oídos como el aire que baja de la montaña y a su paso golpea con estruendo puertas y ventanas; en el valle de Ocotlán los zapotecas domesticaron el maíz, el frijol, los hermanos gemelos -uno blanco, otro negro- que levantaron nuestra lengua; por eso digo, en el campo se levantan voces que te roban el alma.
__Me dijo mi madre que me rentó para Niño Dios
Suena la canción de amor que se escuchó en la infancia, tras el cabo del cigarro; con el sol la gota de sudor quema el pecho, escurre hasta hundirse en el ombligo.
Para marzo las lluvias se habían adelantado dos semanas, esa madrugada era el tercer día que caían los aguaceros; la jacaranda en el patio floreó bajo aquella lluvia tupida.
Manuel le dijo a Jimena, “yo fui Niño Dios”.
Se fueron las lluvias tempranas, dejaron pura enfermedad. El campo resulta inútil sin labranzas, en el camino quedó el sol y un polvo que enloquece a las vacas.
Quedaron las chicharras sobre el guamúchil, el canto enloquecido.
Manuel quería enamorar a Jimena, por la noche hacía la llamada; pedía de favor a doña Amparo que le diera permiso de usar la caseta telefónica.
El hombre cuando labora se convierte en pura terquedad, insiste en sembrar la tierra seca, guiada por las voces que retumban en su cabeza.
Manuel era de la mixteca, de Santa María Yucuiti, en la infancia acompañó a sus padres a al Valle de San Quintín; también fue niño músico en las calles de la Ciudad de México, golpeaba la tambora seca, el acordeón sin teclas.
Pero amaba sembrar la tierra.
Conocía el norte; decidió quedarse en Oaxaca, en el baile de Etla conoció a Jimena.
Aquel año una mano enorme quitó la lluvia, dejó el polvo que estira sus piernas sobre sobre las pestañas.
La tierra enloquece de calor con las lluvias adelantadas, la voz de Manuel buscaba por teléfono llevar noticias de su infancia a Jimena, le contó de su tierra donde los niños son alimentados con liendres.
__Soñé a pueblo –dijo.
En su lengua cundió el sabor de la liendre seca cuando revienta contra los dientes; pudo escuchar el diminuto estallido.
Hablar de su infancia era como salir a sacar agua del pozo, arrojar el balde, esperar unos segundos mientras respiraba hondo, hasta sentir bien el aire que quema los pulmones de tanto silencio; por la tarde crecía la luz roja sobre el cielo alto, se extendía hasta perderse en la lejanía la brecha y el ladrido largo de los perros.
El aire flota como esperanza muerta puesta sobre el canto de las chicharras; en el pozo, antes de alimentar a los animales, se rompe el silencio con el golpe del balde contra el agua oscura. Manuel logró aguantar unos segundos más la respiración hasta sentir en manos el tirón de la cuerda que le ordena jalar aire, con fuerza, para sacar el balde con el agua profunda.
En la barraca de los peones Manuel escuchó la lluvia caer contra las láminas de zinc; estiró los brazos, con pulso firme escribió las letras de Jimena en la oscuridad, con el cigarro encendido.
Contra el silencio pudo palpar la distancia que existía entre sus labios y el tabaco que escribía las letras, Jimena.
Por la mañana Manuel recordó el sueño que tuvo en la noche; en su cabeza retumbó la voz de su madre, que cantaba la canción de cuna: mañana me voy mañana, mañana me voy de aquí.
En su pueblo, allá en las montañas de la mixteca, a la misma hora en que Manuel dormía en la barraca de los peones, el humo negro del camión con el motor encendido oscureció la luz mercurial que alumbraba la calle donde la gente se reunía, a la manera de una terminal de camiones.