LIANA PACHECO*
Juanito tiene cinco años. Cuatro, los ha pasado en las avenidas de la ciudad, junto a su madre, que siempre le platica sobre el pueblo donde nació.
En las noches duermes con el canto de los grillos y puedes ves las estrellas del cielo. A veces huele a mierda de chivos o vacas, pero te acostumbras; igual que aquí, que huele a mierda, pero estos son animales de dos patas.
Su jornada empieza en las primeras horas del día, hasta la noche, cuando ya no circulan muchos autos en las calles. El trabajo es simple, ella sostiene al niño en sus hombros y lanzan naranjas que atrapan antes de que caigan al suelo. De algunos carros obtienen una moneda, de otros que con una sonrisa niegan la ayuda, y una mayoría sube el vidrio para marcar la frontera de su mundo, donde las carencias de la mujer y el niño son irrelevantes.
“Mami, voy a juntar muchas monedas para comprar un carro, así de grande…” Extiende sus manos, “…de esos que llevan música, para irnos a pasear”.
“¡Ya cállate, chamaco! Ya se puso el semáforo en rojo. ¡Órale, movidito”. La mujer le da un golpe en la cabeza.
Ella observa con emoción que el rostro sucio y con lágrimas del niño le ayuda a obtener más monedas. El dinero que recolectan es para Néstor, él fue quien la trajo a la ciudad, con la promesa de amor, un trabajo y un lugar para vivir.
“Qué pedo Juanito, ¿Hoy no te apachurró un carro al hacer tus malabares?”
Es Matías, un adolescente que, junto a otros, suelen drogarse cerca de donde viven Juan y su mamá. El niño los ignora, tiene hambre y quiere resguardarse en el escaso calor que le brinda la casucha, pero al llegar encuentran a Néstor, acompañado de otro sujeto. La mujer entra al cuarto seguida del hombre, mientras afuera, el niño entrega el dinero a Néstor.
“Ya sabes cómo te va, escuincle, si no me entregas todo”.
Juanito tiene mucho frío, frota sus manos cuando escucha la voz de Matías:
“Tiene chamba tu jefa, pératenomas, que junte una lanita, le pagaré a tu papá una cogida con ella; mugrosa, pero se ve que está rebuena”.
“¡Cállate! Néstor no es mi papá”
Responde Juan e intenta golpearlo, pero el joven lo derriba de un puñetazo.
“No te pases de pendejo, que le voy a decir que te lleve al rastro, pagan rebien por los chamacos como tú, le darán una lana por tu cabeza y hasta por los huevos”.
Le asienta una patada en la entrepierna, Juanito grita. Adentro, su madre gime a cambio de unas monedas.
“Mami, no vas a dejar que Néstor me venda en el rastro ¿Verdad?”. Al ser ignorado, vuelve a preguntar: “Oye ¿Por qué te creció la panza?”.
Después de un rato la mujer responde: “Si no te callas, yo misma te llevo al rastro a que te hagan cachitos”.
Resignado el niño vuelve a la avenida, en una mano lleva las naranjas y con la otra frota el golpe de su cabeza.
“Pues como en tu pueblo, que las vacas y las viejas andan pariendo a mitad del campo”.
Responde Néstor, cuando la mujer le dice que no la aceptaron en el hospital por no tener identificación.
A mitad de la noche, los gritos de una parturienta irrumpen en la zona marginada de la ciudad, luego el llanto de una bebé, a la que nombra: Lupita.
Néstor la libera del trabajo: “Por unos días, no estoy para mantener viejas huevonas, pero me llevo al chamaco”.
Juanito suplica a su madre que lo proteja. Ella sólo dice: “Llévatelo”.
Horrorizado, Juanito ve que el auto se detiene frente a un portón oxidado, éste se abre y entra un camión repleto de cabezas de cerdos; el hedor es imperceptible para el niño, llora de miedo y Néstor lo jala para sacarlo del carro. Se acercan al portón y cruzan la avenida, lo deja con otros niños que se preparan para iniciar la jornada.
La rutina de trabajo ha cambiado. El show está en manos de Juanito, mientras su madre, con la pequeña en brazos, camina entre las filas de autos. En los pocos ratos de descanso, el niño observa a la mujer arrullando a la bebé, escucharlas reír lo reconforta y olvida el dolor que siente por estar descalzo en el asfalto.
El tiempo transcurre. Juanito ha crecido, como hermano mayor, sabe que debe cuidar a Lupita. Ella tiene cinco años y forma parte del espectáculo, personificada torpemente de payaso, se coloca sobre los hombros de él. Ha mejorado su técnica, ya son pocas las veces que las naranjas terminan abajo de los carros.
En su casa la situación no ha cambiado mucho. Si Néstor lleva “compañía” para su madre, Juanito debe quedarse afuera, sin importar que esa noche la lluvia arrecia.
Al entrar a la casucha, encuentra a su madre acomodándose el vestido, su hermana duerme sobre un improvisado colchón de cartones y trapos.
“Mami, ¿Verdad que siempre vas a cuidar a Lupita?”
El silencio es su respuesta.
Lupita no quiere trabajar, está cansada, pero su madre la amenaza, Juanito mira impotente, quiere decirle que no la golpee, pero no se atreve. La niña no resiste, el calor la aturde y cae al suelo, ante los ojos indiferentes de los conductores que silban cuando el semáforo cambia de color. Horas más tarde la niña sigue dormida y su cuerpo está muy caliente. La mujer la levanta y le grita a Juanito.
“Es un resfriado, dele las medicinas como le indiqué y mejorará. La consulta no tiene costo, sólo pague el medicamento”.
A Juanito le agrada el hombre de la farmacia, porque le regala una paleta.
A mitad de la madrugada, Néstor llega borracho. Exige a la mujer el dinero del día, ella le da un billete arrugado y unas monedas.
“Lupita se puso mala. La lleve a que la viera un médico”.
La mujer recibe un golpe en el rostro. Los niños despiertan. Juanito quiere taparse los oídos, pero está cubriendo los ojos de su hermana, para que no vea al hombre azotar a su madre contra el suelo.
Gritos y después solo unos sollozos infantiles son audibles. Néstor ordena a la mujer que se levante, al no haber respuesta, se acerca, sujeta el rostro herido y retrocede aterrado, no puede creer lo que acaba de hacer. Entre la embriaguez y el miedo sale a esconderse, no tiene tiempo de pensar en los niños que, atónitos, miran a su madre en el suelo.
Se recuestan junto al cuerpo de la mujer. Horas más tarde, ella empieza a reaccionar, le duele el rostro y no le queda fuerza para levantarse, le balbucea a Juanito que salga por ayuda. El niño sale presuroso y regresa a los pocos minutos.
La mujer no entiende por qué el niño le dice a su hermana que se tape los ojos . Juanito observa los intentos de la mujer por levantarse, su mirada infantil se posa en el rostro atemorizado de la mujer, cuando ve una piedra en las manos de su hijo, sólo puede emitir un gemido antes de que la impacte en su cabeza.
Primer golpe, la mujer intenta defenderse.
Segundo golpe, su cuerpo pierde la poca fuerza que tenía.
Último, la sangre se abre paso de la piel a la tierra donde la mujer da los últimos soplos de vida.
En las pocas horas antes del amanecer los niños permanecen recostados en el camastro de su madre. Lupita es muy pequeña para comprender lo que sucedió, pero se reconforta al saber que este día trabajarán en otra avenida y su madre no los acompañará porque está dormida. El día transcurre entre calles distintas a la habituales, llevan los rostros pintados para pasar desapercibidos. El niño andaría más tranquilo si supiera que Néstor está más ocupado en ocultarse por el crimen que cree cometió.
Juanito tiene once años. Lupita, su hermana, tiene seis, duermen bajo un puente. El niño cierra los ojos, mañana seguirán buscando lugares para sobrevivir. Él ya no sueña con tener un auto, ahora va a trabajar muy duro para regresar a ese pueblo, donde el cielo resplandece y en las noches se escucha el canto de los grillos.
*Liana Pacheco, autora del libro de relatos Dualidad de Caos, es integrante delColectivo Cuenteros y esta es una colaboración especial desde su BLOG literario #TodosLosFuegos