OAXACA, Oax. (sucedióenoaxaca.com).- Nací el 8 de mayo de 1925 en Ocotlán, un pueblo que está a 32 kilómetros de la capital del estado de Oaxaca, ciudad que conocí a los seis años, que también parecía un pueblo.
Venía a Oaxaca todos los años a la fiesta de la Virgen de la Soledad, el 18 de diciembre, que después desapareció, porque ya no es como lo era en mi niñez y mi juventud. Me quedaba más o menos una semana en la casa de unas primas. Me esperaba hasta la Noche de los Rábanos, el 23, y la Nochebuena el 24. En aquellos días no se hablaba de Navidad, sino de Nochebuena y no había cena con pavo al horno, sólo Misa de Gallo. Luego me regresaba al pueblo y ya no volvía sino hasta el otro año.
En aquel tiempo en la ciudad de Oaxaca sólo había cultura popular. En el zócalo tocaba la Banda de Música del Estado los domingos y las familias salían a pasear después de la misa del medio día. Así era todavía por los años cincuenta; yo me daba cuenta de eso porque a pesar de que ya vivía en México, venía de vez en cuando. De pintura no se sabía nada. Recuerdo que antes de irme para México vi en La Primavera -que entonces era la tienda de mayor prestigio de la ciudad- un cuadro así, como muy costumbrista, que se me quedó grabado en la memoria.
Desde niño empecé a dibujar. Así me aislaba de los demás niños porque no tenía facilidad para otras cosas, como el deporte, por ejemplo. Siempre era muy torpe, lo único que aprendí a manejar de niño fueron los zancos; pero nunca le pegué una patada a un balón. Era muy retraído y mi refugio era la iglesia, pero no porque fuera devoto sino porque me llamaba mucho la atención el sitio. Ahora lo puedo decir pero en esa época iba sin saber por qué. Ahí sentía mucha calma, como que me retraía más y me entretenía mucho con la arquitectura del templo, pero nunca pensé en ser arquitecto y tampoco en ser pintor, hacía esas cosas porque era lo que me gustaba. Esa cosa ritual de la iglesia me llamaba mucho la atención pero yo no formaba parte de la iglesia. Nunca fui acólito ni nada de eso. Les tenía mucho miedo a los curas.
En la iglesia escuché por primera vez la música clásica sin saber que era música clásica; empecé a percibir el olor del incienso, de las flores, bueno, toda esa cosa mágica que ha perdido la religión. Todo eso me impresionaba.
Había dos pintores en mi pueblo, pero nunca llamaron mi atención; los veía cómo pintaban, pero nunca se me ocurrió pedirles que me enseñaran. A uno le decían don Lupito, Guadalupe. Pintaba estandartes, biombos y esas cosas. Yo hacía mis cosas muy independiente y creo que esa forma de ser mía ha sobrevivido porque siempre hago lo que puedo hacer, solo.
Me sentía despreciado en Ocotlán
La primera pintura que recuerdo haber visto en mi vida es una de Mategna, el pintor veneciano. Al pueblo llegaban revistas católicas. Una que se llamaba Sagrada Eucaristía era la que llegaba a mi casa. Ahí empecé a ver reproducciones de los pintores renacentistas. Luego empecé a ver las ciudades europeas, sobre todo me acuerdo del Congreso Eucarístico que se celebró en una ciudad de Europa, pero no me acuerdo cual. También leí sobre el asesinato del príncipe de Austria, sobre Benito Mussolini y Hitler. Esos personajes me quedaron grabados en la infancia.
Luego llegó la radio a Ocotlán. La gente iba al rosario todas las noches y al salir oían las noticias de la Guerra Civil Española. Desde entonces me dieron ganas de conocer España. También llegaba el cine ambulante. Recuerdo que después empezó a llegar un periódico… creo que era del PAN (el Partido Acción Nacional), que apenas empezaba; traía muchas fotografías muy buenas del Vaticano, de las pinturas de Miguel Ángel. También recuerdo que iba a la peluquería y entonces los periódicos -no sé si era Universal o Excélsior- los domingos traían reproducciones de pinturas, algunas de pintores no muy famosos pero otros sí, que las pegaban en las paredes de la peluquería. Todo eso llamaba mi atención.
Estudié nada más dos años de primaria porque mi madre, que era maestra municipal y empezó a trabajar desde antes de la Revolución, dejó las clases cuando ya vinieron los cambios educativos con el presidente Lázaro Cárdenas que impulsó la educación socialista y las escuelas mixtas. Mi madre dejó de trabajar porque estaba un poco grande de edad y había perdido el sentido del progreso, estaba dominada por el fanatismo religioso y me sacó de la escuela. Pero seguí estudiando de modo autodidacta; leía mucho.
Mi mamá se llamaba Rufina López. Tuve dos hermanos mayores que yo, el más grande, José, fue el que me ayudó en México para que yo estudiara; él trabajaba en una fábrica de muebles. Mi otro hermano más chico, Javier, se quedó aquí en Oaxaca. Yo soy el más chico de los tres. Ellos ya murieron.
A mi madre le vino una vejez prematura y cambiaba de opinión a cada rato. Decía que yo debía salir del pueblo, pero cuando la vio en serio se empezó a preocupar. Mi papá se llamaba Ángel Morales, era carpintero, pero no tenía carácter. Yo heredé el carácter de mi madre que era la que desde muy joven se superó; le gustaba mucho el teatro, montaba obras en el pueblo, era muy entusiasta, escribía con una letra muy bien cuidadita. Esto último sí que no lo heredé.
No tenía mucha atención de parte de ella, así que siempre me aislaba para hacer mis cosas, mis dibujos. En eso andaba cuando descubrí un libro de la Academia de San Carlos. Me vino la idea de irme a la Ciudad de México. Tendría entonces quince años. Pero antes hice el servicio militar obligatorio que fue una experiencia muy desagradable porque no podía marchar. Eso me avergonzaba mucho. Yo siempre hacía lo que podía pero cuando me lo exigían, ya no lo podía hacer. No era una rebeldía de no quererlo hacer; lo quería hacer pero no podía. Fueron tres años, en la época de la Segunda Guerra Mundial, en que hice mi servicio militar obligatorio.
Después me llegó la inquietud de partir de mi pueblo porque verdaderamente me sentía despreciado por todos allá. No tenía amigos. Tenía primas en la ciudad de Oaxaca y venía a verlas, pero yo era un muchacho aislado que no tenía relación con los juegos y todas esas cosas de los jóvenes.
Antes de salir de Ocotlán hice mi último año de primaria. Una amiga de mi madre que era maestra procuró que yo entrara al sexto año de primaria. Qué cosa tan rara ¿no? siempre han habido mujeres en mi vida cotidiana, no como pareja ni nada de eso, pero siempre han estado a mi lado.
La directora de la escuela era una señora acá de por el distrito de Etla y me tenía un aprecio especial porque creo que se daba cuenta del esfuerzo que yo hacía para estudiar. Así que me brinqué de segundo a sexto grado. Pero ya sabía muchas cosas porque leía por mi cuenta; ya sabía quién era José Vasconcelos y otros personajes porque leía periódicos y revistas, pero no conocía su obra.
En la casa había unos cuantos libros de mi madre, de matemáticas y esas cosas, pero creo que lo que me sirvió mucho fue leer unas fábulas de Samaniego. Inconscientemente –ahora lo puedo decir-, una fábula que me marcó fue La zorra y las uvas, porque después, ni en la escuela ni en mi vida, traté de alcanzar las uvas; nunca entré a un concurso de pintura. Ahora alcanzo las uvas, pero porque ya están maduras. Ja ja ja.
Tamayo me aconsejaba no usar tantos colores
Siempre estuve aislado. Hasta que llegué a la Academia de San Carlos, en 1948, encontré compañeros. La mayoría habían cursado la preparatoria; muy listos, dibujaban muy bien, pero yo poco a poco me fui emparejando; era el más chambeador de los alumnos. De historia del arte, perspectiva y todo eso, pues sabía mucho, pero no es que yo fuera sobresaliente sino que la cultura siempre me había interesado.
En esa época Andrés Henestrosa daba clases de Historia de México en la Academia, pero faltaba mucho y a veces iba de mal humor, muy enojado. Otro maestro que recuerdo es Adriano Fisher, que me quería reprobar. A quien recuerdo de forma muy negativa es a Antonio Rodríguez Luna, que era de los maestros más apreciados en San Carlos, un español neurótico que me gritaba porque no podía dibujar; con sus gritos me ponía nervioso y menos me salían los trazos.
Cuando llegué a San Carlos todo mundo le rendía admiración al joven Luis Nishizawa que ya iba a montar su primera exposición. Había otro alumno que ahora gana mucho dinero, Trinidad Osorio. De mis compañeros, eran los que deslumbraban en esa época. Otros descollaban por ratitos y ahora ya están olvidados.
Sinceramente no guardo ningún aprecio por los maestros de San Carlos. Yo fui conociendo el valor de los maestros gracias a que iba a las conferencias del Colegio Nacional. Allá sí había grandes maestros. Aprendí de las grandes personalidades del Colegio Nacional que no me preguntaban si había aprendido o no había aprendido. Iba a las conferencias de Don Daniel Cossío Villegas, Don Jesús Silva Herzog, quien me apreció mucho y me hizo cambiar mi mentalidad provinciana, mis prejuicios de comunista y todo eso. Conocí a Diego Rivera, Carlos Chávez, Julián Carrillo, Mariano Azuela, Salvador Novo, José Gorostiza. Escuchar a todos esos hombres me daba seguridad en lo que hacía.
Hubo la oportunidad de dar clases de dibujo en la Escuela Nacional Preparatoria y entré como maestro. Ahí me quedé 32 años. Trabajaba 28 horas a la semana y me quedaba mucho tiempo para pintar. Vivía en un departamento en Coyoacán. Trabajé también quince años en las secundarias, así que puedo hablar muy mal tanto de las escuelas preparatorias como de las secundarias. La burocracia escolar es absurda, con gente que parece enferma mental.
Fui fundador de la Preparatoria número cinco, nunca falté a clases, siempre estaba al tanto de los grupos. Los primeros quince años estuve equivocado porque pensé que podía enseñar a dibujar a los muchachos, después supe que eso es imposible. Otra maestra que estaba conmigo en la preparatoria me decía: Oye, Rodolfo, creo que estamos haciendo un trabajo inútil al querer enseñar a dibujar a los muchachos, porque los que realmente dibujamos somos nosotros, no ellos.
Nos hicimos de un tratado, creo que español, sobre punto, línea y plano y con eso fuimos aprendiendo mucho. Empecé a ver que era muy agradable ir a trabajar a la preparatoria porque ya no tenía problemas con los alumnos. Aprendí que no les tenía que pasar lista, no les tenía que calificar. Eso sí, les decía que era indispensable que fueran a clase. Tenía mucho cuidado de no decir o mostrar el trabajo del muchacho que lo había hecho muy bien para darles confianza a los otros. Les daba oportunidad a los muchachos para que cada quien dibujara como pudiera. Entre mis alumnos no había sensibilidad. Creo que en el kínder las maestras despiertan en los niños la creatividad, pero después, los echan a perder. Una vez que dominé a los grupos yo me ponía a dibujar. Tenía siempre el salón lleno y pasaba desapercibido para la burocracia de la preparatoria.
Después de 28 años de trabajo en esa escuela me querían quitar mi horario, se lo querían dar a otra persona. Ya tenía un poco más de carácter para rebelarme y pues que me les presento un día en huelga de hambre. Fue una de las satisfacciones más grandes que he tenido en mi vida. Fue sólo un día en huelga de hambre pero aunque hubiera sido una hora, son tan retrasados los directivos que los puse nerviosos. Para esa época ya me había dado a conocer como pintor, ya tenían que respetarme. Además yo no había cometido ninguna falta. Me restituyeron. Creo que mi mayor satisfacción fue poner a temblar a los poderosos de la escuela.
A los 25 años de estar en esa escuela conocí a Geles Cabrera, otra mujer que me ayudó en la vida. A mis amigos, muy amigos, nunca les llamó la atención lo que yo hacía, me veían así como si nada. Entonces Geles Cabrera conoció mi pintura y me dijo: tienes que exponer. Le decía que no porque yo iba mucho a las galerías y veía cómo despreciaban a los pintores, les tiraban sus cosas y no me quería exponer a eso. Tengo una imagen muy negativa del galerista Antonio Souza porque supe cómo despreció a un americano que le puso sus trabajos en el piso para que los viera, y él los vio, se dio la vuelta y le cerró la puerta. Esas cosas se me quedaron grabadas. ¡Qué iba yo a ver a Souza!
Pero también recuerdo que una noche ya estaban cerrando una galería donde había una exposición de dibujos de Picasso y la dueña del lugar, Inés Amor, me vio que iba con otro amigo, entonces abrió, prendió las luces y nos dejó ver la exposición. Esos detallitos me fueron dando seguridad.
Geles Cabrera ya había tenido mucho éxito como escultora en los años cincuenta pero se había casado y estaba olvidada. Quería poner una exposición y consiguió por medio de Ángela Gurría la galería La Casa de las Campanas, de Cuernavaca. Manola Saavedra, quien era directora de esa galería le dijo: pero necesitamos un pintor. Pues ya lo tengo le contestó Geles Cabrera. Entonces me llevó con Manola -yo conocí a Manola por medio de la televisión-, le pareció mi obra medio rara, pero dijo: Bueno, como eres de Oaxaca voy a traer a Rufino Tamayo y a mí me dio miedo.
Así, el 13 de septiembre de 1975, sábado, ahí voy a la exposición. Manola llevó a la fuerza a Rufino y a Olga, su esposa. Al entrar, Rufino se encontró con otra cosa, no con lo que se acostumbraba ver. Vio y vio y vio. Fue todo un éxito la exposición y yo no me la creía. A Olga ya la conocía a través de su tío que era Jefe de Hacienda en Ocotlán. Ella le pidió a Rufino que me ayudara para exponer en el Distrito Federal
Al año siguiente me presenté en la galería El círculo de la ciudad de México pero ahí fue todo lo contrario que en Cuernavaca. Ahí hubo críticas de que no era buen pintor. Yo siempre he dicho: no soy un buen pintor, soy una persona que se expresa como puede, simplemente. Y eso no lo entienden los críticos. Tamayo me recomendaba que no hiciera gráfica, que no usara tantos colores, pero yo nunca le hacía caso. Lo frecuentaba poco; llevaba mejor amistad con Olga. Con ella la llevé muy bien, era una mujer muy humana; era regañona pero creo que era más humana que Rufino. Todavía antes de morir vino Olga a Oaxaca y me fue a ver al pueblo. Me apreciaba mucho y yo también la quería.
Olvidaba decir que antes que en México, había expuesto ya en España en 1973. Un amigo mío, Felipe Orlando, se llevó varios collages míos a una exposición en Málaga; pero fue una exposición provinciana. A Felipe Orlando lo conocí en 1968 y en ese año fui por primera vez a Europa con él y con otros amigos. Conocí Londres -que me sorprendió mucho-, Holanda, Bélgica, Francia, España, Portugal y después conocí Nueva York. Cuando regresé de Europa, llegué sin ganas de trabajar. Vi tantas pinturas, tantos museos… pero poco a poco, después de dos o tres meses volví a pintar.
Dicen que soy mal pintor
Cuando me jubilé como maestro decidí regresar a Ocotlán. En México tenía un departamento muy chico y no tenía nada qué hacer ahí. Tenía algunos amigos, pero no los veía con frecuencia porque la ciudad ya se había hecho demasiado grande. Había planeado regresarme el 20 de septiembre, un día después del sismo de 1985, ya tenía todas mis cosas empaquetadas, pero vino el temblor y me tuve que esperar.
La casa que tengo en Ocotlán la compré en 1962. Mis mayores deseos de niño eran visitar España y tener una casa. Cuando compré la casa dije: aquí tiene que vivir mi hermano y su familia, pero también tiene que haber una actividad cultural para que se conserve y así fue como surgió la idea de la Fundación Rodolfo Morales.
En 1985 regresé a Oaxaca y me fui a Ocotlán. Conocí a la galerista Nancy Mayagoitia y ella me ayudó a trabajar en el proyecto de la Fundación. Luego fue llamando la atención mi pintura, en Monterrey sobre todo, donde no les gusta la buena pintura. Ja ja ja. Siempre lo he dicho, no soy ni buen ni mal pintor, soy Rodolfo Morales. Los buenos pintores abundan y los malos pintores también, pero los artistas, son nada más ellos.
La crítica de arte Teresa del Conde y otras especialistas ven con desprecio mi obra; es que ellas son muy de vanguardia. En el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, el MARCO, participé en la exposición El Hechizo de Oaxaca junto con Rufino Tamayo, Rodolfo Nieto y Francisco Toledo. Hubo un crítico de arte muy joven, del que no vale la pena decir su nombre porque sería darle mucha importancia, que no quería que yo estuviera en esa exposición. En el Distrito Federal no me tomaban en cuenta. Decían que yo era un pintor que no decía nada nuevo. En Monterrey es donde empezaron a tomarme en cuenta, también en San Francisco, California y de ahí luego pasé a Nueva York.
No he buscado nunca el reconocimiento, yo creo que el trabajo es eso, trabajo y si gusta bien y si no, pues ni modo. Yo digo: a Leonardo, Rafael, Tiziano, todos los seguimos admirando como los grandes artistas que son, pero luego vinieron otros pintores como los expresionistas, que eran malos pintores para su época. Van Gogh, malísimo pintor pero, ¿quién es ahora? No es que sean buenos o malos, simplemente permanecen o se olvidan. Y esto lo puedo decir después de cincuenta y dos años de estar como espectador, de ver tantos buenos pintores -no digo nombres porque hay unos que viven todavía- que ya ni recordamos. Yo no he tenido ningún reconocimiento oficial, no he tenido ningún premio, no tuve becas; nada de eso. Qué bueno ¿no? El mejor premio que tengo es que la gente compra mi obra.
En Oaxaca mis cuadros se venden en pesos mexicanos. Pero hubo una subasta en el MARCO de Monterrey y el tema de la subasta era La Virgen de Guadalupe. Yo había pintado un cuadro de la Virgen de Guadalupe, mucho antes de la subasta, lo mandé y esa misma noche recibió Nancy Mayagoitia el telefonazo desde Monterrey diciéndole que el cuadro se había vendido en ocho mil dólares, un trabajo que aquí lo vendía yo en mil pesos. De ahí para adelante pues ya no me bajé.
Paso las tardes pintando
Llevo un año en este estudio. Toda la casa es de la Fundación Rodolfo Morales, la compre con lo que me pagaron por un mural que hice en el hotel Royal Pedregal, en la ciudad de México. Tenemos otras tres casas, con el alquiler se mantiene la fundación dedicada a la difusión de la cultura en Ocotlán.
A veces me levantó a las cinco de la mañana, pinto una hora porque a la seis y media vienen por mí y me voy para Ocotlán. Allá pinto hasta las nueve, después del desayuno sigo pintando hasta las doce, luego me voy al convento que están remodelando en Santa Ana Zegache, regreso a Oaxaca y ya me quedo a dormir aquí porque en el pueblo me siento muy aislado. Aquí paso las tardes, pintando. Estoy preparando una exposición para el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, el MACO. Son pinturas en forma de cilindro. Aquí en mi estudio pinto para la venta y en Ocotlán preparo la exposición.
Nunca he vivido fuera del país, ni me interesa irme a otro lado. Aquí tengo amigos. Con Francisco Toledo mi relación es muy buena. Somos tan diferentes uno de otro que no hay competencia. Cuando necesito su apoyo voy a verlo y cuando él me necesita acudo.
Centro Histórico, Oaxaca, Oax., octubre de 2000.