La estrategia gubernamental de seguridad pública ha entrado en la trampa de la polarización: o mantener la línea de “abrazos, no balazos” o reiniciar la guerra del Estado contra las organizaciones criminales. Cuando menos así ha atendido las críticas el presidente de la república y ha decidido, en consecuencia, que no habrá cambio de estrategia.
El problema, sin embargo, es otro: la estrategia gubernamental se centró en combatir, atacar o resolver las causas de la violencia y la inseguridad. Y ahí no hay otro origen que la desigualdad, el abandono social, la pobreza y la falta de expectativas sociales. En el Plan de Paz aparece otro escenario que no ha sido atendido: la destrucción del tejido social y el repliegue del Estado de zonas territoriales hoy en poder del crimen organizado.
La presencia económica e institucional del Estado forma, de aplicarse de manera integral, una estrategia. Pero hasta ahora el Estado apenas ha podido derramar algunos subsidios salariales a jóvenes en zonas criminales, pero sin reinstalar al Estado ni sus instituciones ni usar las políticas sociales para blindar a esas sociedades rurales de la seducción del crimen organizado.
En plena pandemia, los cárteles comenzaron a distribuir despensas entre la población abandonada por el propio Estado, ante la mirada complaciente, atónita o asustada de las estructuras de los gobiernos estatales y municipales. Ahí, pues, estaba el problema: la pobreza y falta de acceso a bienes indispensables ha llevado a sociedades rurales marginadas a depender de los apoyos de los grupos criminales. Y ante esta problemática, el Estado federal ha carecido de respuestas inmediatas.
Los vacíos de poder nunca existen. El repliegue de un sector es ocupado casi en automático por otro. El Estado federal se fue olvidando de los sectores rurales marginados y ahí llegaron, desde mediados de los ochenta, los narcos a suplir al Estado con pagos por cosechas de droga. Los campesinos primero tenían que comer y luego se acostumbraron a ganar más con las drogas que con el cultivo de alimentos. Y el Estado volteó hacia otro lado.
A lo largo de cuarenta años el Estado prefirió movilizar a las fuerzas de seguridad contra narcos y campos de droga, que diseñar una estrategia de reinserción productiva de las zonas rurales. Por eso es difícil cambiar las relaciones de producción en el campo, si de todos modos el gobierno llega con gotas de apoyo, descuidos en reorientar la producción y sin la estructura político-social que era la CNC del PRI como la presencia del Estado y sus intereses en el campo productivo. Los viejos aliados del Estado en la supervisión del campo pasaron a ser aliados de los cárteles: la iglesia, los maestros, los farmacéuticos, los caciques locales, los pequeños grupos de poder.
Lo mismo ocurrió en los cinturones de miseria de las ciudades: el abandono del Estado de grupos sociales hizo que muchos jóvenes encontraran en la delincuencia la salida a sus penurias. Y la falta de control de instituciones del Estado convirtieron a colonias enteras en zonas de inseguridad controladas por bandas criminales. El Estado federal se fue horadando por lunares de control territorial por parte de bandas criminales.
Hoy nadie sabe cómo regresar al Estado al control territorial de la república.
Ley de la Omertá
Las cifras de inseguridad del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública no han bajado mucho pese al confinamiento por el coronavirus. Y ahí se encuentra la explicación del alto grado de violencia criminal en México: las bandas criminales han entrado en guerra de territorios y las matanzas entre cárteles han escalado el número de bajas. Por ello, quizá, la queja social ha disminuido: los muertos son delincuentes, no miembros de la sociedad.
Pero la guerra a muerte entre bandas criminales tiene el objetivo final de controlar zonas territoriales de la soberanía del Estado; es decir, dejar que grupos criminales se sigan metiendo en el corazón de zonas urbanas y rurales del país para controlar no sólo actividades delictivas, sino que están llevando a los delincuentes a suturar a las instituciones del Estado.
La guerra entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Cártel de Santa Rosa de Lima no es una lucha de bandas, sino por el control de zonas municipales de Guanajuato. Y en la fase de lucha, los combates son sangrientos, impiden una vida sin sobresaltos y obliga a las sociedades rurales a optar por alguno de los grupos. Ahí es donde se ha visto la ausencia del Estado como autoridad para impedir que alguno de los dos grupos se haga del control de municipios enteros.
Mientras sigan el mismo descuido institucional sobre las autoridades municipales, la violencia criminal no va a disminuir. El objetivo oficial debiera ser expulsar a todos los cárteles y volver a asentar la autoridad del Estado.
Zona Zero
Las cifras de inseguridad al mes de junio del Secretario Ejecutivo del SNSP revelan cierta estabilización de los delitos. Una parte se debe a la pandemia, pero otra a una mayor presencia en zonas urbanas de la Guardia Nacional. Las cifras no exhiben aún tendencias sensibles, pero cuando menos podría ser el comienzo de una mayor presencia policiaca para inhibir delitos.
Los expertos en seguridad señalan que buena parte de las cifras tienen que ver con el confinamiento y el frenón inducido de las actividades productivas, pero el temor existente es que la reanudación de actividades no sólo regrese la dinámica de la inseguridad, sino que se registren aumentos en los delitos por el crecimiento natural de delincuentes por razones de desempleo provocado por la pandemia.
En el renglón de los homicidios dolosos la guerra CJNG–CSRL ha focalizado a Guanajuato como una tierra de violencia y muerte, sin que las autoridades tengan algún programa específico de acción para perseguir a las dos bandas en pugna. Michoacán sigue caliente y Chihuahua también registra disputas territoriales entre cárteles menores.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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