FERNANDO AMAYA*
Me abordan los recuerdos de una infancia festiva cuando cruzo el puente de Marilú para llegar a la estancia de mi abuela Ignacia Altamirano en El Jordán Tehuantepec. Ahí, mi familia paterna se estableció en los años cuarenta para dedicarse al cultivo de maíz, sorgo y frijol en terrenos de temporal y de riego.
A la hora del deshoje y el desgrane, cuando se empezaba a pintar la penumbra desde la sombra de los gigantes almendros, alguien encendía el radio “Majestic” de pilas y empezaba a sonar una voz que desde ese tiempo lejano me mantiene cautivo en sus flexiones y acentos.
Era (y es) la voz de Saúl Martínez cantando “El bejuco de amor”, un son popular engalanado con su lírica vivaz y apasionada.
Tú que siempre me jurabas/que tu amor era sincero/y creyendo en tu palabra/te di mi cariño entero.
A mi alma de niño llegaba aquel mensaje todavía con su carga de inocencia y bondad; cuando es posible entregarlo todo sin otra expectativa más que la de hallar en los otros una correspondencia justa y duradera. Era la voz cándida de Saúl, la que permitía esa deriva por el mar de las ilusiones, el prodigio de esa voz, su encanto de turpial ambarino. Pero en la vida no todo es miel sobre hojuelas y, a veces de forma inesperada, la ilusión se desvanece, nos destroza y mortifica.
“Ahora llevo aquí en mi pecho/un puñal triste clavado/que ha destrozado el bejuco de amor/que teníamos ya formado”.
Las líneas de su canto nos hacían pensar en la vida de Saúl Martínez, como una experiencia llena de deliquios y pasiones amorosas; incluso, esta percepción de su experiencia llegó a construir la leyenda de que su temprana pérdida había tenido que ver con vindictas del corazón. Nada comprobable al respecto, lo rescatable de esa vida bohemia es el legado que nos dejan su voz y su guitarra, con temas como el ya citado “Bejuco de amor”, “La Juanita”, “Lucero de la mañana”, que simbolizan su identificación con la raíz de nuestro acerbo tradicional.
Y por otra parte temas que salieron de su alma generosa y noble como “Cuando salí de mi tierra” y “Cantares de mi tierra”, piezas que enhebran un homenaje de extrañeza y pertenencia al mundo floreciente de las mujeres istmeñas bailando cadenciosamente bajo la enramada de un trópico de encajes y bordados.
“Mi amada es una estrella/hermosa como azucena/sus ojos son dos luceros/con que se adorna su piel morena”.
Saúl Martínez, un clásico de la canción bohemia oaxaqueña, el canto entrañable, el pulso presente de nuestra identidad saludable. En el apogeo de esta mañana alborozada por el canto de los gallos, a pocos metros del mar lo escucho; su voz es inconfundible, pues la remembranza de nuestros mejores años trae su atavío de luces resiliente, el que nos abraza con la pasión de una vida hecha trino de zorzal. En Mérida le levantaron una estatua por su contribución a la trova yucateca, él se trajo los pulsos de la clave al Istmo y, en lo posterior creadores e intérpretes usaron este pulso para levantar sus enseres melódicos sobre las palmas que adornan el entarimado celebratorio de la Región de las guiexhoba y las guiechachi, los fandangos y los sones de cooperación y retribución, legado impoluto que, como lo expresa un aedo de esta mística región, sólo morirá cuando el sol deje de mirarnos desde un cielo en donde la lira del trovador de nuestros recuerdos entrañables permanece sonando constelada y ataviada de resplandores y encajes blanquísimos y espléndidos.
*Cantautor, poeta y narrador costeño.