No sé qué fue primero, si la dicha por el café, el registro de sus imborrables notas aromáticas o la dicha que me producía respirar en la casa cuando todos aún dormían, por la madrugada; estas preferencias vinieron a formar este señor sombrío que soy, el que escribe.
¿Cuántos años tengo con esta práctica? No lo sé, no lo recuerdo -para mí que desde siempre tengo el gusto por el café o la alegría que me produce respirar el silencioso aire de la madrugada.
En mi infancia, en Tehuantepec, ya tenía esta práctica; quizá fue la muerte de mi padre, quizá este gusto por la oscuridad en silencio me viene de aquel año que mi madre nos hizo encerrarnos a piedra y lodo por un año, sin salir de casa, en memoria de mo padre muerto.
El hecho es este: una indígena viuda, analfabeta, mi madre, me hizo este lector que soy.
La escritura comienza cuando se elige un espacio, la esquina de la lectura con un aire, una temperatura singular.
Leer te contagia el escribir, al inicio una escribe por imitación.
__Tanto tiempo corrí para llegar acá.
__Pero ¿dónde estabas?
__Acá mismo, no he salido de esta habitación.
Desde la carretera que baja a Tehuantepec nadie mira hacia Totolapam; están las curvas, el descenso, el calor, el retén militar en medio de la nada.
La carretera se arrastra entre barrancos como serpiente oscura.
Desde la carretera se puede mirar el pueblo, el río inútil; la playa de arena gruesa.
Entre calores, la transpiración, emerge el sitio que nos negamos a mencionar. ¿Qué historias se contarán entre los muros y el camino? Desciendo a la tierra caliente, en la carretera nunca encuentro el punto exacto para entrar al callejón.
El tamarindo echa hojas diminutas contra estrechos peldaños pavimentados. ¿Alguien puede recordar el color de las hojas secas del tamarindo?
Son como lumbre vieja -de un rojo blanquecido.
En estado de alerta, espero la desgracia; junto al muro el medidor de agua potable presenta fuga.
Corre la gota de agua; nadie repara el desperfecto.
Puedo ver la mancha húmeda sobre el muro. Escucho el ruido seco de la gota que cae en el piso. La presencia obstinada del agua refresca jala el aire que baja, caliente, de la carretera. Recargada contra el muro de ladrillos encuentro a la banca de metal.
Pintada de verde.
Como si supiera de mi cansancio, siempre sola y siempre limpia, permanece en espera del necesitado.
Parece que me aguarda.
Quien la puso ahí supo del camino y el sol, las infinitas curvas, la desgracia; el delirio sobre el aire que arde como en el Quinto Infierno; deseo un día volver a ocupar esa banca.