ZAGREO Y. | Fotografía de portada: EL PUENTE de GUILLERMO VILLALOBOS
Donde nací pasa un río
un río que pasa sin fin
igual pasa mi tierra
sin fin muy dentro de mí
EDUARDO ISMAEL
La historia de muchas familias de mi comunidad está vinculada a la migración. Difícilmente hay familias de más de tres generaciones nacidas en el pueblo. La historia de mi comunidad ha sido forjada por dolorosos adioses de hijos que se van e hijos que regresan.
El contraste natural entre los que se quedan y los que se van de la comunidad determina las relaciones entre los familiares. Creándose así una realidad contrastada en cada núcleo familiar.
Esta semana que termina dos de mis tíos más queridos cumplieron años. Ambos pertenecen a ramas de mi familia que decidieron migrar para buscar mejores opciones de empleo y de futuro. Su historia no es una tragedia ya que a lo largo de los años han podido volver al pueblo y saludar a la familia, se ganaron el derecho de volver y ser vistos como ejemplos de éxito.
En estos dos años que he recorrido con más frecuencia los caminos que van de la ciudad de Oaxaca al Istmo de Tehuantepec, las historias de migración de mi familia se hicieron más evidentes por la ineludible presencia de cada vez más migrantes en la carretera 190. Nunca vi tantos venezolanos y haitianos en mi vida como en estos dos años en que la migración ya era uno de los temas prioritarios a nivel mundial. Pero como siempre, encerrado en esta maravillosa ínsula llamada Oaxaca, uno cree que el caos global nunca va a alcanzarlo.
El termómetro de la mayoría de las rutas que llegan a la Verde Antequera suele ser la Central de Abasto. Ahora es muy sencillo para cualquier habitante de la capital esperar un colectivo y al mismo tiempo escuchar, en un acento peculiarmente foráneo, ¡arepas, lleve sus arepas, arepas de queso oaxaca! Por supuesto que se puede deducir que el pregonero no es oaxaqueño porque ninguna hija de Juárez en su sano juicio le llamaría “queso oaxaca” al quesillo.
Arepas más, arepas menos, el contraste etnográfico en el centro de la ciudad de Oaxaca evidencia lo que en los cruceros, en los mercados, en los edificios viejos y en la carretera 190 ya era latente: la presencia de cada vez más migrantes que van ocupando espacios que parecían olvidados o a los cuales los oaxaqueños ya no les ponemos tanta atención.
Muy temprano y mientras las palmeras todavía sienten el rocío que llega del mar, cruzo el puente que une a mi comunidad con el mundo. El mismo puente que estuvo a punto de colapsar cuando yo era niño y que marcaba también el cálido retorno a casa. Mientras lo cruzo dos hombres y una mujer me hacen señales para detenerme, lo pienso un instante y acelero. Al final del puente una familia de haitianos me hace señales para detenerme, lo pienso y me convenzo de no tener espacio, la mercancía en la camioneta hace imposible darles un aventón sin arriesgar nuestra seguridad. Otro día, pienso, otro día los podré ayudar.