– ¿Ya apareció tu perro?
– Aún no. Empiezo a pensar que tal vez nunca vuelva. Quizás la calle decidió reclamarlo de regreso.
– Qué pena.
Mariana Campos utilizaba una playera escotada y unos pantalones de mezclilla ajustados. Acababa de llegar. Vicente Quiroz llevaba poco más de veinte minutos esperándola en la mesa de un restaurante chino que se encontraba en la Colonia Reforma. Era lunes y no se habían visto desde el sábado en la mañana. En la madrugada del viernes durmieron juntos por última vez… y también por primera vez. De hecho aquella misma madrugada se conocieron… y el perro de Vicente no había regresado desde entonces.
Mariana no contestó los mensajes que Vicente le había enviado durante el fin de semana. Respondió hasta el lunes, pidiéndole que se vieran en algún sitio tranquilo a las seis de la tarde. A él le gustaba ese restaurante chino, así que la citó en ese lugar. Ahí estaban los dos…
Vicente y Mariana…
– ¿Vas a pedir algo? – preguntó él.
– No, gracias… ya comí.
– ¿Por qué quisiste que nos viéramos hoy?
– Qué directo.
En ese momento una mesera llegó a donde estaban sentados y les preguntó cuál iba a ser su orden.
– Un chow mein con pollo y una coca-cola para mí – respondió Vicente. – ¿Y tú? – le preguntó a Mariana.
– ¿Tiene té helado? – le preguntó ella a la mesera.
– Té helado… sí tenemos.
– Uno de esos.
La mesera asintió con la cabeza, recogió los menús y se dirigió hacia la cocina donde les repitió la orden a los cocineros en su idioma.
– ¿Entonces? – preguntó Vicente.
– ¿Qué?
– No lo pregunto para molestar. Es solo que durante el fin de semana, llegué a pensar que ya no querías volver a verme.
– ¿Por qué pensaste eso?
– No lo sé… supongo que el hecho de que no me contestaras los mensajes influyó.
– No seas dramático.
– Soy inseguro… que es distinto. Pero puedes ser honesta conmigo.
– Si no me importaras, ni siquiera estaría aquí. Nunca te habría contestado.
– ¿Qué significa eso?
– Significa que prefiero decirte las cosas de frente… y supongo que no estás tan alejado de la verdad. Tal vez esta sea la última vez para nosotros.
Vicente tomó una servilleta y la utilizó para moldear una figura humana. Miró a Mariana.
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Sí.
– ¿Por qué?
Mariana tenía una expresión seria. Juntó las manos y fijó su atención en el ventilador que giraba en el techo del restaurante.
– La razón por la cual no puedo volver a verte es la siguiente…
Vicente Quiroz recarga el zapato izquierdo en el clutch y mete cuarta cuando observa que el velocímetro de su coche se acerca a los sesenta kilómetros por hora. Recorre la bajada del puente de Tlalixtac y se acerca al crucero. Es viernes en la madrugada.
Siente la mano izquierda de Mariana sobre su rodilla derecha. Ella utiliza la otra mano para darle sorbos a un vaso de plástico que contiene whisky con ginger ale. Se lo dieron en el bar cuando ya estaban cerrando. Deja lo que queda del whisky en el portavasos de la guantera y saca un par de cigarros mentolados de su bolso. Pone los dos entre sus labios y los enciende con un zippo plateado. Uno lo pone en la boca de él y el otro lo conserva ella. Vicente le da una fumada al suyo sin utilizar las manos y pone el coche en neutral mientras se acerca al semáforo del crucero de Tlalixtac. Su casa está muy cerca de ahí.
Un par de horas después ambos están en la cama de Vicente. Llevan un buen rato conversando acerca de sus vidas. Mariana se quitó los zapatos. Se encuentra sentada en la cabecera. Le da un sorbo a la botella de Etiqueta Roja que Vicente sacó del cajón de la cocina y sacude la ceniza de su cigarro mentolado en el cenicero del taburete junto a la cama. Él está acostado horizontalmente y apoya su cabeza sobre un par de almohadas. Toca las piernas de ella mientras la mira.
– ¿Haces esto muy a menudo? – pregunta Mariana.
– ¿Qué cosa?
– Traer mujeres a tu casa cuando acabas de conocerlas.
– No.
– ¿Por qué me trajiste entonces?
– Porque me gustas.
– ¿Ya habías utilizado esa estrategia antes?
– ¿Cuál estrategia?
– Decirle a tu amigo que se acercara a una mujer y le dijera que quieres conocerla. ¿Siempre funciona?
– Supongo que funcionó hoy… ¿O tú qué opinas?
– Estoy aquí, ¿no?
Vicente sonríe y le da un trago a la botella de whisky.
– Nunca se me había ocurrido hacerlo. Para ser honesto, llevaba años sin ver a ese amigo. Como ya te comenté, hace apenas unos meses regresé a Oaxaca. Desde entonces me había estado invitando a salir. Hasta hoy acepté.
– Qué bueno que lo hiciste.
Los primeros rayos de sol se filtran a través de las hendiduras de las cortinas de la habitación de Vicente. Se escucha el canto de las aves. Él deja la botella de whisky en el taburete y le da un beso a Mariana mientras con una mano toca su mejilla y con la otra le baja el cierre del vestido.
Dos horas después Vicente abre los ojos. Le duele la cabeza. Tiene su brazo derecho bajo el cuello de Mariana y el izquierdo sobre su abdomen. Sutilmente retira ambos brazos. El derecho está entumido. Empieza a agitarlo y después de un cosquilleo vuelve a sentirlo. Se levanta de la cama, se pone su ropa interior y va hacia el baño.
Una vez ahí, se enjuaga la cara y se lava los dientes. Sale al pasillo y a través de la puerta entrecerrada de su habitación, puede ver la silueta de Mariana que duerme bajo las sabanas. Se dirige a la cocina y toma la bolsa de croquetas del Canelo… un perro que adoptó de la calle unos meses atrás, cuando recién regresó a Oaxaca.
Sale al jardín. El pasto se siente húmedo por el rocío matutino. Las copas de los eucaliptos se mecen a lo lejos con la brisa. Llena el plato del Canelo con las croquetas de la bolsa y lo llama para que venga a comer, pero el perro no aparece. Después de un rato, Vicente recorre su jardín para buscarlo. Casi al final de su propiedad encuentra una tabla suelta en la cerca. Asume que Canelo debió haber salido por ahí. No es la primera vez que lo hace. Le gusta ir a explorar los alrededores. Siempre regresa después de unas horas. Vicente no le da mucha importancia al asunto. Regresa a la cocina. Prepara unos huevos estrellados con tocino y algo de café. Cuando termina de servirlos en la mesa, observa a Mariana ya vestida caminando por el pasillo.
– Mi perro desapareció esta mañana. El que recogí de la calle.
– Ya regresará.
– Supongo que sí… por cierto, hice algo para desayunar.
– Muchas gracias, pero no me puedo quedar. Tengo un asunto muy importante.
Vicente siente que sería demasiado intrusivo de su parte preguntar cuál es ese asunto. Después de todo, no lleva ni veinticuatro horas de conocer a Mariana. Así que mejor no lo hace.
– ¿Cuándo te voy a volver a ver? – le pregunta.
– ¿Qué te parece mañana?
– Perfecto. ¿Quieres que te lleve?
– Llamé un taxi hace rato. Ya debe estar por llegar.
Vicente va por una playera a su habitación y la acompaña a la puerta. Un minuto después el taxi aparece por la esquina de la calle y se detiene frente a ellos.
– De verdad me gustas – le dice Vicente.
– Y tú a mí.
– ¿Mañana entonces?
– Por supuesto.
Mariana lo abraza y le da un beso. Sube al taxi y unos segundos después se aleja a la distancia.
Es sábado y son las once de la noche. Wang Long recorre un camino polvoriento de Tlalixtac de Cabrera. Mira fijamente a través del parabrisas delantero cada que dobla una esquina. En el asiento de copiloto, se encuentra sentado su primo Feng… quien lleva poco más de un mes viviendo en Oaxaca. Aun no domina el español, por lo cual Long debe comunicarse con él en idioma chuan.
– Parece que en ese lugar hay uno – dice Long en chuan mientras detiene su Ram Charger negra de 1994 en medio de una brecha de terracería.
Feng abre la puerta del copiloto y alumbra con su linterna en todas direcciones.
– Aquí no hay nada, primo.
– Ni hablar.
Long pone la palanca de la caja de cambios en drive y acelera a poca velocidad. Saca una cajetilla de Delicados del bolsillo de su chamarra y enciende uno con el mechero de la camioneta. Abre la ventana y exhala el humo hacia afuera. Una leve brisa toca su frente mientras conduce lentamente por las callejuelas de ese pueblo.
– No entiendo porque tenemos que hacer esta mierda tan de noche… como si fuéramos delincuentes.
Long no se sorprende por el comentario. Él mismo pensaba como su primo cuando llegó a vivir a México por primera vez.
– Para la gente de aquí no es algo bueno. Se pueden enojar. Es peligroso que nos vean.
– Si tenemos que hacerlo a escondidas, ¿Por qué mejor no compramos pollo?
– Por matemáticas – responde Long.
– ¿Qué carajo significa eso?
– ¿Sabes cuánto vale el kilo de pollo?
– No.
– Cuarenta pesos.
Feng alza los hombros, como si no entendiera lo que acaba de escuchar… justamente porque no entendió lo que acaba de escuchar.
– A veces se me olvida que acabas de llegar. Aproximadamente quince yuanes.
– Ahora entiendo.
– Aun no termino. Ahora dime… ¿Cuánto vale la carne de perro?
– ¿Cuánto?
– Esto es lo que vale – Long junta su dedo índice con el pulgar para ilustrar un cero. Su primo asiente.
– Tienes un buen argumento.
– Y será mejor que no lo olvides. Pronto llegará el momento en que debas abrir tu propio negocio… y este tipo de información es la que necesitas saber.
– Supongo que sí.
– Mira… hay algo moviéndose ahí, junto al maizal.
Detiene la camioneta y Feng vuelve a abrir la puerta del copiloto. Alumbra hacia el otro lado de la brecha de terracería y enfoca a un perro color café que come lo que parece ser un conejo muerto.
– Tenemos un ganador – exclama Long.
Mete la mano detrás del asiento y toma una percha de captura de aluminio con un cable de acero en la punta. Vuelve a meter la mano y extrae un bozal y un taser de mano. Este último se lo entrega a Feng.
– Hay que hacerlo como lo planeamos, primo. A ti te toca dormirlo. Yo me encargo de lo demás.
Feng sale despacio del automóvil y mira fijamente al perro, que continua comiendo el cadáver del conejo.
– Espera un momento – le dice a Long. – Míralo bien. Tiene collar. Seguro se escapó de su casa.
– ¿Tú crees que me importa un carajo? Tiene carne y ese es nuestro único requisito.
– Está bien.
Feng rodea al perro y se mete dentro del maizal. Long tira su cigarro y se acerca lentamente. Esconde la mano que sostiene la percha de captura detrás de su espalda. Cuando está a unos tres metros de distancia, el perro deja de comer y lo mira fijamente.
Long intenta parecer calmado para que el animal no sospeche, pero su estrategia no funciona. El perro asume una posición de defensa y empieza a gruñir. Long ya es experimentado en este tipo de cacería, así que decide mostrar la percha y logra asirlo por el cuello justo cuando éste se dispone a atacarlo. El perro forcejea para liberarse y justo en ese instante Feng emerge del maizal y le administra una descarga eléctrica con el taser de mano. El animal aúlla y empieza a temblar mientras saca espuma por la boca. Unos segundos después se queda tendido en el suelo de terracería. Long le quita la percha del cuello y le pone el bozal. Después regresa a la camioneta y toma unos precintos de plástico que utiliza para amarrarle las patas.
Él y su primo lo cargan una vez que está inmovilizado y lo introducen en la cajuela de la Ram Charger. Vuelven a entrar y arrancan la camioneta. Seguirán recorriendo callejuelas de terracería como esa durante toda la noche.
– … y esa es la razón por la que no podemos volver a vernos – Mariana exhala, parece que se ha quitado un gran peso de encima.
Vicente mira hacia la calle. Es una tarde gris. Los automóviles pasan uno tras otro… sin detenerse.
– ¿Escuchaste lo que acabo de decir?
Deja de ver hacia la calle y mira directo a los ojos de Mariana.
– Sí.
– ¿Y qué opinas?
– No opino nada. Respeto tu decisión.
– Gracias por entender.
– Gracias por explicar.
Vicente hace girar el tenedor sobre el chow mein y al final ensarta una pieza de pollo. Le da un bocado. Por alguna razón, esa comida lo hace sentir mejor. Se pone a pensar que Mariana es una mujer especial… pero no es única. Tal vez lo hizo sentir algo distinto esa madrugada que pasaron juntos, pero ese sentimiento fue una decisión que él tomó. No es culpa de ella.
– Supongo que aquí nos despedimos entonces – dice Mariana.
– Fue un gusto conocerte.
– Igualmente… eres un buen hombre. Cuídate mucho.
Ella se levanta de la mesa, le da un beso en la mejilla y sale del restaurante.
Vicente la ve caminar entre los automóviles estacionados hasta que se pierde de vista… como si la calle también la reclamara de regreso. Pues esa es la realidad de las cosas. Nadie le pertenece a nadie y ella nunca le perteneció a él.
Vicente le da otro bocado a su chow mein y recuerda una tarde de otoño cuando salió a pasear por los alrededores del pueblo con el Canelo. Llegaron hasta las faldas de un cerro y se sentaron bajo la sombra de un árbol. Vicente llevaba unos sándwiches de pavo y compartía algunos pedazos con su perro. Estuvieron ahí hasta que el sol se empezó a esconder entre las montañas y las nubes adquirían un tono anaranjado mientras se fundían con el cielo azul de Oaxaca.
Afuera del restaurante empieza a oscurecer. Un joven asiático limpia con un trapo la cajuela de una Ram Charger negra que se encuentra estacionada frente al establecimiento. Vicente le da otro bocado a su chow mein y se pregunta si alguna vez volverá a ver a su perro.
No sabe que en ese preciso momento… el Canelo está mucho más cerca de lo que él se imagina.