Son las seis de la tarde del 21 de agosto del 2016. El tren número diez del Sistema de Transporte Colectivo de la Ciudad de México se dirige hacia la estación Mixcoac desde Barranca del Muerto. Viene a la mitad de su capacidad. Algunos pasajeros están sentados y otros permanecen cerca de la puerta.
Por la ventana semiabierta del vagón entra una brisa subterránea. Justo antes de llegar a la estación, otro tren que va en dirección opuesta pasa en el carril de junto. Se le ve como un destello naranja que desaparece rápidamente y se pierde en la oscuridad del túnel.
El tren va aminorando la marcha conforme recorre el pasillo de la estación Mixcoac. Cuando la cabina del conductor ha llegado al final del corredor, la unidad se detiene súbitamente. Esto provoca que los pasajeros que se encuentran parados frente a la puerta pierdan el balance por un instante. Algunos deben sujetarse de los tubos plateados que se encuentran junto a los asientos y otros simplemente se balancean por un momento para después recuperar la postura. Se escucha un chirrido que dura aproximadamente cinco segundos y la puerta se abre en dos tiempos. Algunas personas salen del tren y otras entran. Se vuelve a escuchar el chirrido y la puerta se cierra.
El tren da un acelerón y se detiene momentáneamente, pero unos segundos después reanuda la marcha. La mayoría de la gente que se ha subido en Mixcoac, aprovecha que el tren no viene lleno y se sientan. Una mujer permanece de pie dando la espalda a la puerta y camina hacia la parte central del vagón. Lleva un rosario colgado en el cuello y una blusa gris. Mira uno por uno a los pasajeros que vienen sentados y empieza a hablar. Al principio como un murmullo, pero poco a poco va elevando el tono de su voz.
– Señoras y señores pasajeros… mi nombre es Ofelia Lara. Vengo de Tangamandapio y no conozco a nadie en esta ciudad. Llevo un par de meses aquí. Disculpen ustedes la molestia que les vengo causando el día de hoy, pero necesito de su ayuda. La razón por la que llegué hasta acá es porque sufrí complicaciones con mi embarazo y tuve que aliviarme prematuramente. No había posibilidad de conseguir un buen tratamiento en mi pueblo, así que me mandaron para acá. Ahora mi bebé está siendo atendido en el hospital, pero yo la verdad no cuento con los recursos para sustentarme, por lo cual vengo pidiendo su ayuda…
Deja de hablar porque el tren frena cuando llega a la estación San Antonio. Una muchacha con el cabello pintado de azul y unos audífonos de diadema es la única pasajera del vagón que baja en ese lugar. Se vuelven a cerrar las puertas y la unidad reemprende la marcha. Ofelia continúa hablando.
–… la he pasado muy difícil y ahora los doctores me dicen que yo debo comprar las medicinas de mi bebé porque ellos no las tienen… y la verdad no sé qué más hacer…. estoy desesperada y temo por la vida de mi hijo…
En ese momento se le corta la voz, deja de hablar, se pone una mano en la frente y se agacha. Unos segundos después comienza a llorar ahí mismo.
Algunos pasajeros se ponen incómodos ante la situación e intentan mirar para otro lado, pero una señora que está sentada cerca, se levanta y camina hacia la muchacha que continua sollozando.
– No te pongas así – le dice. – Esto no es mucho pero ojalá te sirva – saca un billete de veinte pesos de su bolsa y lo pone en las manos de Ofelia.
Ella levanta la mirada e intenta sonreír.
– Muchas gracias señora, que dios la bendiga. Muchísimas gracias.
Algunos pasajeros se levantan de sus asientos y se acercan a Ofelia. Le dan monedas y uno que otro billete. Ella agradece con lágrimas en los ojos a cada uno de ellos.
Termina de recibir el dinero, se limpia los ojos con la mano y espera a que la unidad se detenga en San Pedro de los Pinos. Es la única de todo el tren que baja en esa estación.
Escucha las puertas cerrarse a sus espaldas y voltea para ver como la unidad se pierde en el túnel.
La única persona además de ella que está en ese lugar es un empleado de la estación. Un hombre de unos sesenta años con uniforme naranja que barre el corredor donde pasa el tren que va para Barranca del Muerto, justo al otro lado de las vías.
Ofelia camina por el pasillo. Hay goteras y se escucha el sonido de la ventilación a través de las paredes de mármol. Uno de los focos alargados del techo parpadea constantemente. Llega al túnel de salida. Hay un mapa que indica las rutas del metro y una pizarra de madera con anuncios de gente desaparecida. Ofelia mira una de esas fotos. El hombre que aparece usa anteojos y tiene una expresión seria. El letrero dice que no se le ha visto desde hace un mes.
Una voz se escucha en las bocinas de la estación. Llama a José Luis de limpieza. Le indica que se reporte en las taquillas. El barrendero al otro lado de las vías toma su escoba y su recogedor. Entra hacia un pasillo largo con un letrero naranja que dice “salida”. Ofelia lo ve alejarse. Se queda sola en la estación.
Saca el dinero de la bolsa de su pantalón y empieza a contarlo. No le fue mal. Se detiene y apoya su hombro en la pared. Mira hacia el piso de ladrillos. Ella no debería estar ahí, pero todo lo malo sucedió tan rápido. Aun puede recordarlo como una serie de imágenes atroces. La cara de Sacramento Rosales a través de la fogata que hacían los jornaleros cada domingo en la tarde después de la pizca. La sonrisa lasciva. Las manos de Sacramento sosteniéndole la cabeza contra la tierra mojada del maizal. Tapándole la boca. Bajando sus pantalones. La vergüenza. La deshonra. El autobús de medianoche. Tantas cosas que sucedieron tan repentinamente, como una tormenta de primavera que inunda la parcela y destruye la cosecha. Así había sido el último año para ella.
Ofelia se deja caer en ese mismo lugar, apoya su espalda en la pared, saca la botella de ron que guarda en su morral y le da un trago. Cierra los ojos y durante un momento puede ver a su bebé en el fondo de ese basurero. Se consume lentamente sin que nadie lo note. Los gusanos le salen del cráneo. Van devorando lentamente lo que aún queda de su cerebro putrefacto.
Abre los ojos sintiendo que se sofoca. Le da otro trago a la botella. Vuelve a guardarla en el morral y se levanta. Camina hasta la línea de seguridad amarilla del pasillo. Piensa en saltar a las vías, pero no lo hace. Permanece en ese lugar. Mira hacia la parte superior de la barrera que divide los rieles. Hay un texto escrito ahí. “La misericordia del señor es eterna”. Eso es lo que dice.
El tren aparece desde el fondo del túnel y recorre el pasillo lentamente. Ofelia se prepara para abordarlo.