Para no darle más vueltas al asunto, la Real Academia Española considera el apocalipsis cómo el “fin del mundo” o una “situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total”. A riesgo de ser… apocalíptico, aquí se considera la migración como el quinto jinete del apocalipsis, después de los reconocidos como el hambre, la guerra, la muerte y la peste.
El quinto jinete sería el de la pobreza masiva como producto de la desigualdad productiva y distributiva de los beneficios, la polarización social que desde los años setenta del siglo pasado ha dividido el planeta en dos hemisferios: el norte desarrollado y concentrador de la riqueza y el sur abandonado de los beneficios de la economía.
La migración desordenada ya no es provocada por las guerras, sino que estamos asistiendo a grandes manifestaciones humanas huyendo de la pobreza de sus países y buscando el cobijo de las naciones más desarrolladas, quizá más por el factor de atracción del confort, pero estos mismos países también ya fracturados de manera social por un crecimiento de la desigualdad que deriva de modo natural en pobreza.
No hay un cálculo preciso para determinar cuál sería la mejor distribución de los beneficios del desarrollo. A finales del siglo XIX y principios del XX, el sociólogo y matemático Wilfredo Pareto estableció una referencia que sigue siendo válida en el realismo económico del capitalismo: 80% de la población con condiciones de subsistencia aceptables y arriba de las líneas de pobreza, contra apenas un 20% de sectores abajo de esa línea de flotación. Hoy la realidad es al revés: 20% de ricos, contra 80% de pobres.
Las migraciones humanas de África y otros países pobres de la zona europea están reconfigurando el perfil demográfico de las naciones de Europa que han tenido beneficios del desarrollo, pero han tenido que pasar por migraciones desordenadas y violentas, con la circunstancia agravante de que las economías presuntamente boyantes tampoco alcanzan para satisfacer las exigencias de bienestar de sus propias sociedades.
Esta larga introducción permite abordar un caso negativo que acaba de ocurrir en México, en Ciudad Juárez, en la zona de frontera con Estados Unidos: migrantes sin permisos legales fueron encerrados en verdaderas prisiones especiales con rejas bajo llave, y en un momento dado algunos de ellos, en grado de desesperación, prendieron fuego a los colchones para llamar la atención, pero los vigilantes cerraron las jaulas con candado y hasta ahora se han registrado 40 personas fallecidas y una veintena en grado severo de daños.
La frialdad de las estadísticas señala que este saldo mortal ha salido “barato” en función de los cientos de miles de migrantes sin permisos que han llegado a México de diferentes partes del mundo para tratar de cruzar la frontera con Estados Unidos en busca de empleo y bienestar. El problema se agravó en 2020 con la epidemia del COVID-19 y las restricciones estadounidenses para impedir el cruce ilegal de la frontera.
No hay estadísticas exactas, pero se pueden estimar en más de tres millones de personas que quieren ingresar a Estados Unidos, son detenidas en la frontera, encerrados en prisiones que desbordan de población y enviadas a México a esperar el trámite legal para el permiso de internación. La Casa Blanca con el presidente Donald Trump obligó a México a aceptar el modelo de tercer país seguro para recluir a quienes esperaban visa o habían cruzado de manera ilegal y regresados al otro lado de la frontera.
El problema de la migración viene de muy atrás, pero se agudizó con el compromiso demagógico del candidato demócrata Barack Obama de pedir el voto de los migrantes legales con familiares en situación de ilegalidad a cambio de nuevas reglas de regularización; pero desde 2009, Obama, Trump y ahora Biden están atrapados en un sistema demográfico que pasa por las bancadas republicanos en el Congreso y que han polarizado la tensión social por una circunstancia inocultable: si bien Estados Unidos es un país de migrantes, la población blanca está siendo rebasada por una mayoría de personas de otras nacionalidades y de otros colores de la piel, reactivando el conflicto racial que hundió a Estados Unidos en la guerra civil del siglo XIX y que sigue sin resolverse en la práctica.
México quedó atrapado entre la presión migratoria de Centro y Sudamérica y de otros países inclusive europeos y el simbolismo de un muro fronterizo que construyó de manera ostentosa Trump y que no ha servido más que como referente del fracaso de la política migratoria americana.
Las oficinas migratorias mexicanas, como era obvio, fueron rebasadas por la presión demográfica de las caravanas y en las ciudades fronterizas de más de 3,000 km existen hacinamientos humanos sin control, inesperados y sin capacidad oficial de atención de los problemas mínimos de convivencia, pero en circunstancias en las que la línea fronteriza México-Estados Unidos ha sido tomada bajo el control de tres grandes mafias criminales: los contrabandistas de personas, los traficantes de drogas y los grupos radicales sospechosos de terroristas.
Las crisis económicas del capitalismo estadounidense están reduciendo aquella vieja imagen de paraíso terrenal que ofrecía después de la Segunda Guerra Mundial y cada vez son mayores los núcleos urbanos abandonados por las precarias políticas sociales del dólar. El famoso sueño americano se ha tornado una pesadilla para quienes creen que cruzando la frontera habrá salarios y bienestar.
El caso de los migrantes que fallecieron en prisiones mexicanas es apenas el aviso de que la cooperación de solicitantes de visas representa bombas de tiempo social y delictivo que comenzarán a estallar antes de encontrar una solución.
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