El primer viaje del presidente español Pedro Sánchez a América careció de una agenda regional y sus efectos en Iberoamérica ni siquiera alcanzaron las primeras planas de los medios. La primera y hasta ahora única lectura se dio en el escenario del fortalecimiento interno de Sánchez en una situación de sobresaltos y crisis internas en España.
Y por lo que se leyó en los principales diarios impresos y digitales en España, el viaje tampoco logró los objetivos definidos, con seguridad porque la agenda local no tenía ninguna posibilidad de articulación con la internacional. De la weltpolitik que hablaba Ortega y Gasset como trasfondo de la expedición española a la conquista de nuevos territorios en 1492 Sánchez pareció entrar en el espacio político de la weilerpolitik o política de aldea.
El concepto usado por el presidente Sánchez para contextualizar su viaje fue inusual en la diplomacia: un “déficit” en la presencia de España en América, es decir, falta de presencia para lograr un equilibrio contable. El paso de Sánchez por Chile, Colombia, Bolivia, Costa Rica y Cuba en Iberoamérica y Canadá y los EE. UU. en Norteamérica fue fugaz, superficial y sin agenda estratégica, salvo los intereses personales de una presencia fotográfica con mandatarios.
De los encuentros de Sánchez en su viaje vale la pena subrayar el que tuvo con el presidente estadunidense Donald Trump, ahora mismo metido en conflictos de índole sexual por él y por su nominado a Mr. Justice en la Corte Suprema. Y para la agenda iberoamericana, Trump sigue siendo un dolor de cabeza para los países que tienen nacionales en condiciones de migrantes forzados y casi todos ilegales en su ingreso a territorio estadunidense.
De manera poco diplomática, Sánchez pasó por Iberoamérica sin entender el problema de los migrantes de centro y Sudamérica que son reprimidos, encarcelados, tratados como criminales y deportados. Nadie le hubiera pedido a Sánchez alguna intermediación ante la Casa Blanca, pero el presidente español no podía visitar Washington y Los Angeles sin externar su preocupación por la agenda migratoria local de migrantes perseguidos para deportaciones masivas. Por alguna razón, Sánchez excluyó a México de su gira, a pesar del papel mexicano en el equilibrio geopolítico americano.
La fotografía de los presidentes de los EE. UU. y España, con sus respectivas esposas, fue el máximo trofeo español en la gira. El asunto, por lo demás, pareció no haber causado buenos comentarios en la Unión Europea por la agenda de sobresaltos y conflictos con la Casa Blanca. Una reunión Trump-Sánchez hubiera debido tener una agenda geopolítica de mayor profundidad.
Iberoamérica ha necesitado de apoyos diplomáticos y geopolíticos ante Trump, toda vez que la agenda racista y nacionalista de Trump ha causado más estragos que beneficios. No es conveniente esperar que extranjeros atiendas problemas nacionales, pero Trump ha agudizado la crisis social con el nacionalismo comercial y económico y con el cierre de fronteras humanitarias por la presión de migrantes de México y Centroamérica huyendo de la crisis social y de deterioro económico.
España y la Unión Europea han carecido de una agenda geopolítica que pase por América. El único interés hasta ahora ha sido el de los negocios, sobre todo de las empresas bancarias y financieras españolas que se han asentado con éxito en países de América. No se sabe si Sánchez llevó en su agenda estadunidense alguna posibilidad de expandir negocios hacia los EE. UU.
Pero el tema de los negocios debe ser secundario. América y España debieran de relanzar el papel estratégico de las cumbres iberoamericanas. Sin embargo, parece que ya nada se puede hacer porque el interés geopolítico de Europa en Iberoamérica no llega más allá de los negocios. La posibilidad de una reactivación cultural con referencias históricas entre los dos continentes no se percibe en el corto plazo.
En este sentido la lectura de la gira de Sánchez a América puede considerarse un fracaso. Nada se percibió en el viaje que pudiera de alguna manera identificar el déficit en las relaciones desde el punto de vista americano –incluyendo a las comunidades hispanas en los EE. UU. que representan el último bastión lingüístico ante el avasallamiento del racismo trumpiano–; quizá haya llegado el momento de darle fin al enfoque de identidad cultural entre América y España.
El momento económico, por lo demás, es clave. El nacionalismo de Trump ha hecho añicos el tratado de comercio libre con México y Canadá, Trump pareció lograr excluir a Canadá y México no tenía estructura productiva ni geopolítica para resistir el sojuzgamiento de Trump. El nuevo tratado de globalización no ha hecho más que beneficiar a los EE. UU.
México ha tratado de voltear la mirada a otras potencias, pero carece de un proyecto de modernización de su planta productiva. Sólo un dato: el componente nacional de los productos exportados pasó de 59% en 1993 (firma del TCL) a 35% en el 2016, dejando la impresión de que el tratado ha convertido a México en una planta maquiladora de productos importados.
La Unión Europea podría ser un gran atractivo comercial para Iberoamérica, pero a condición de reestructurar su planta productiva. El domino estadunidense se ha olvidado de que el comercio podría ser un buen detonador de reformas industriales. Si en 1492 el territorio americano aportó centenas de millones de creyentes que fortalecieron a España como reino colonial católico en la lógica del vicecanciller Rodrigo Borgia y luego papa Alejandro VI, ahora esos creyentes podrían ser consumidores para una reorganización de la globalización de la producción, el comercio y el consumo.
En fin, Iberoamérica sigue estando a la espera de un sucedáneo al dominio de Washington. Pero nadie en Europa parece o quiere percatarse de ello.
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