Carlos Álvarez conduce un automóvil por Madero, en el Ex-marquezado. Pero la calle no es como en la vida real. Está llena de edificios modernos. En algún punto del trayecto, Carlos se estaciona, camina por un lugar parecido al Parque Hundido y llega a un videoclub donde saluda a un hombre que ha sido su amigo durante años. Las paredes son de cristal. Sale a una terraza y se sienta a beber una taza de café. Es un lugar apacible. Un oasis en medio de la ciudad.
De repente abre los ojos. Escucha el canto de un gorrión y a través de la cortina distingue la luz matutina. Mira su despertador. Son las ocho y media de la mañana. Debe estar a las nueve en la casa de Ramiro Cruz. Ese día van a salir de comisión a Guelatao, a la ceremonia de conmemoración del natalicio de Benito Juárez.
Ramiro es un buen tipo en el fondo, pero lo oculta muy bien actuando como un imbécil. Es el patrón más insoportable que ha tenido Carlos. El típico pobre diablo que pierde el piso cuando le dan un puesto. Desde que empezó como Secretario de Estado en el Gobierno de Oaxaca trata a sus empleados como esclavos. Se la pasa amenazando a Carlos con que lo va a despedir la próxima vez que le falle.
Carlos recuerda vagamente haber desactivado el despertador cuando sonó a las siete de la mañana.
– Mierda – piensa.
Se levanta de la cama, va hacia el baño. Se enjuaga la cara, se lava los dientes y regresa a su habitación. Se viste rápidamente. Cuando sale de su casa ya son las ocho con cuarenta y cinco minutos. Tiene quince minutos para llegar o Ramiro se va a ir sin él y probablemente lo despida.
Se para en la esquina y espera a que pase un taxi. Pasan dos pero vienen ocupados. Finalmente se detiene uno. Es uno de esos colectivos que llevan a cinco personas y tienen una ruta establecida. Son los únicos que pasan por la casa de Carlos.
Él vive en el Tule y la casa de Ramiro es en la Noria. Se sienta en la parte de atrás junto con una anciana y una señora que lleva a su niño sentado en las piernas. En la parte de adelante van dos jóvenes y el taxista.
Revisa su celular. Son las nueve en punto. Tiene un mensaje de Ramiro. “Ya estamos listos para irnos. No se te vaya a ocurrir llegar tarde cabrón”. Es lo único que dice. Carlos le responde: “No te preocupes. Ya estoy en el Crucero de Cinco Señores”. Es una mentira, pero le ayudará a ganar algo de tiempo.
El taxista se detiene en cada esquina del Tule. Carlos espera que tome Ferrocarril para así poder llegar más rápido… tiene miedo de verificar la hora en su celular. Se acercan al Crucero de Ciudad Administrativa.
– ¿Alguno va para las Flores? – pregunta el taxista. Carlos sabe que esa pregunta es clave, porque sí alguien dice que sí, entonces el chofer recorrerá toda la ciudad. Si todos dicen que no, tomará Ferrocarril y llegarán mucho más rápido.
–Yo sí – dice la anciana.
Carlos siente ganas de darle un puñetazo en la cara. El chofer tampoco parece muy feliz con la idea, pero debe resignarse. En lugar de doblar hacia Ferrocarril, sigue derecho por la carretera. Se detiene en el semáforo de Tlalixtac y rebasa a los otros coches por el lado derecho para quedar hasta adelante. El taxista cruza esa carretera todos los días y sabe que unos pocos segundos después de que cambia la luz amarilla direccional se enciende la luz verde para los que van a la ciudad, así que acelera antes.
Una camioneta que viene a toda velocidad desde Tlalixtac se pasa el alto e impacta contra el taxi, que da un giro de 180 grados y queda completamente volcado en medio de la carretera.
Carlos abre los ojos y mira alrededor. Huele a balatas quemadas y a sangre. Los cristales están por todos lados. Esta recostado en el techo del vehículo. Quita los pedazos de parabrisas que aún quedan y se arrastra hacia afuera. Se forma una multitud alrededor del taxi. Un hombre recuesta a Carlos y le dice cosas que él no puede entender. Lo único que escucha es un zumbido. Todo se mueve en cámara lenta. Apoya sus manos ensangrentadas en los cristales del pavimento y se levanta.
La gente lo mira y dicen cosas, pero no puede oírlos. Unos segundos después, todos corren hacia el taxi y empiezan a sacar a los otros pasajeros. El niño tiene sangre en su uniforme de la escuela. Está llorando. Su madre no se mueve. La sacan como si fuera un bulto y la dejan tendida en medio de la carretera.
Un hombre carga al niño en sus brazos. Le dice cosas para tranquilizarlo. Carlos camina hacia un poste en el camellón y se recuesta. No siente dolor pero parece como si alguien le hubiese vaciado una cubeta de agua en la cabeza. Saca el celular del bolsillo e intenta leer sus mensajes, pero no puede. Sólo ve letras que se mezclan y se repiten interminablemente, formando palabras que nadie debería pronunciar jamás. Siente ganas de bostezar y cuando lo hace escupe sangre. Está muy cansado. Cierra los ojos.
Cuando los abre está sentado en la terraza del videoclub. Tiene la leve sensación de que se le hace tarde para llegar a algún lugar, pero no puede recordar a donde.
Le da un sorbo a la taza de café, enciende un cigarro y se acomoda en la silla. Las hojas de los árboles del parque se agitan suavemente con una brisa misteriosa que llega desde el horizonte.