En la tienda he comprado diez panecillos azucarados y los he llevado a casa para los sobrinos.
Para jugarles una broma, abro el envoltorio y empiezo a degustar con presunción y alborozo uno de ellos. Sé que a Michelle, la pequeña sobrina mía, que me ha dado tantas lecciones y que ahora tiene seis años la pequeña, le gustan esas golosinas hasta el delirio. Más de una vez me ha querido cambiar su muñeca por uno de esos panecillos. Tomo el segundo, un tercero y un cuarto y hago lo mismo. Ella, desde el primero, está junto a mí saboreándose y sin proferir palabra. Por fin, Le ofrezco uno y ella lo toma con regocijo y presura. Pero se acerca Gael, su hermano pequeño de escasos dos años y medio, y también quiere uno. Ella, viéndolo y dando por sentada mi cicatería, sacrifica y parte por la mitad aquel mínimo panecillo suyo y le se lo ofrece al niño.
Esta Michelle me ha clavado otro dardo de vida, pues en sus incipientes años, ella ya sabe de ese maravilloso y divino milagro femenino: el de partirse y compartirse. Simbólico es el dar de su pan pues sabe ya, que el pan es vida y por tanto lo parte y lo comparte. Simbólico es este dar porque sabe que ella también ya es vida y algún día, al dar a luz, se partirá en mil y en un millón se compartirá. Compartirá su vida. Compartirá vida.
ACRELA