Milagrosamente todos habíamos quedado unidos,
y yo no tenía el menor remordimiento.
Felisberto Hernández/ EL BALCÓN
Para César Alejandro
Ya lo había apuntado alguna vez, tengo que descender los trece escalones de metal para ubicar un libro en la biblioteca. Parezco el personaje fantasmagórico de una novela. ¿Cómo puede uno llegar a sentirse personaje literario en el quehacer de la vida doméstica? Por el lenguaje. Antes de tocar los libros lavo mis manos. De alguna manera el cerebro confunde las imágenes literarias, las palabras escritas, los párrafos, los enunciados con la memoria de los hechos de la realidad. Hay fronteras que están para violarse. O el cerebro hace la confusión entre el lenguaje literario y la realidad para defenderse de la vida dura, concreta. Una evasión, el cerebro tiene la capacidad de fraguar la evasión, lo único que requiere son de determinadas condiciones atmosféricas, horarias. Frío-calor. Día-noche.
Tengo preferencia por las biografías y los diarios de los escritores, los relatos policiacos. De alguna manera viajo de mi mundo de polvo en los caminos a las ciudades de la vida agitada, urbana. Esto es simple, uno anhela lo que no tiene. Y en ese anhelo se hace la intriga, el deseo de llegar a conocer la propia vida en otra geografía distinta a la que habito. El deseo otorga valor para hacer cosas alteradas, que en la realidad no ocurren. Toda lectura resulta un acto de valor.
En la ciudad es común el escuchar, “cuando leo viajo”. Ese es el principio de toda incógnita, la expectación. La narrativa secreta. Conocer, saber, enterarse del final de la historia. Soy un hijo de viuda. La primera novela que leí fue a los doce años, Motke el ladrón, nunca supe cómo llegó el libro a mi casa pero si recuerdo que narraba la sobrevivencia de un niño en los países de la Europa Oriental, un niño polaco, judío. Ya mayor tuve la oportunidad de ver el rostro de topo de su autor, Sholem Asch.
Ahora bien, la pregunta es esta, ¿era tanta la necesidad de fuga del sitio donde pasé mi infancia que me pudo transportar esa historia leída al paisaje duro de la fría Polonia? Yo no sabía nada de esa nación, de la raza judía, pero a los doce años imaginaba la nieve. Sólo sabía de los sitios de calor extremo, la sombra de cuarenta grados, la lucha por contener la transpiración del rostro.
La geografía tropical de la infancia ponía la nieve como el más grande anhelo. Por más duras que sean las historias leídas, “ladrón de siete suelas” le decían al personaje principal, el lector hace su vida contada en palabras (inserta su vida en la narración). La lectura. Quizá porque el cerebro sabe, advierte que hay una película, una ligera capa invisible que separa la vida real de la vida imaginaria y desea violentar esa separación para resistir su presente. O que lo único que nos mueve es la ignorancia, lo que no sabemos y deseamos conocer. O lo que sabemos y buscamos ocultar. La curiosidad. Lo que sea, sabemos que lo leído nunca pasará pero que la narración impacta y genera en nuestra persona el que se borren barreras entre lectura y vida propia.
Me gané la vida en el mar, desempeñé funciones de grumete. La vida marina me dejó algún recurso para venir a la ciudad y dedicar mis días a la lectura. Leer no será un sueño realizado para mucha gente pero a mí con eso me basta para acercarme a la dicha.
Bajo y subo los trece escalones, en el trayecto escucho mis pasos sobre los peldaños de metal, alcanzo a sentir mis articulaciones, el movimiento de los músculos, las piernas. Los dedos de mis manos. Logro escuchar el silencio de la casa y descubro el camino por el cual el cerebro opera sobre el deseo, el silencio profundo. Éste resulta el medio a través del cual se realiza la ecuación que nos transporta.
Esto lo sé desde niño, el silencio es la base del valor y del miedo. Luego de un largo silencio abandoné la casa de mi madre. A través del silencio el cuerpo viaja, utiliza imágenes archivadas para desplazarse más allá del esquema realidad-imaginación. El silencio es el sitio de toda acción. Supera los caminos, la distancia. En el silencio el cerebro hace otra vida dentro de la realidad miserable. Ahora me lavo las manos para no manchar las páginas del libro.
_ Quisiera ser el campesino que se dirige a su siembra sin tener presiones de ningún tipo en la cabeza-, dijo la mujer que se disponía a salir al trabajo aquella mañana.
_ ¿Quieres otra vida? –preguntó el hombre que conversaba con ella en la cocina.
_ Quiero deshacerme de las presiones de la vida –respondió la mujer mientras cerraba la llave del fregadero.
Entre todo esto hay oscuridad y tanteos, intriga. La historia. Cuando tomo el libro tengo las manos limpias. El lavar mis manos lo aprendí en una isla repleta de silencio en la que atracamos por muy corto tiempo. No creo que lleguen a más de cinco los libros que contienen la historia que narran el tiempo de una vida. Al saber anticipadamente la historia el hombre puede llegar a ocultar sus huellas.
Hay gente que se muere sin saber que su vida estaba escrita ya en una obra literaria. Un día me puse a pensar en que deberíamos leer así, arbitrariamente los libros para encontrar los signos que muestran el futuro de nuestra propia vida. El rumbo. Ahí, en ese libro, leeríamos el nombre y las características de una mujer que sería la compañera por el resto de nuestra vida. Ahí, en esas páginas sabríamos si con el nuevo empleo se hará carrera, futuro. Si la elección de los estudios universitarios será la conveniente o si al final terminaremos renegando de nuestros saberes. Desubicados.
Uno debería creer en las palabras escritas, en la imaginación, al final de cuentas es algo palpable, está ahí, se puede tocar la realidad física que nos habla del tiempo por venir desde las páginas del libro. Durante toda mi vida de embarcado la tripulación me conoció por el mote de “El lector”.
Regreso a casa luego de la apuesta de libros en el bar del centro, en la esquina de García Vigil e Independencia. El bar y las apuestas forman parte de la vida del embarcado, en la ciudad conservo esa costumbre adquirida desde mi adolescencia. La acción salió al mediodía, habrá volado de libros. ¿Águila o sol? Alguien apuesta su dinero contra otro que apuesta sus libros. ¿Cara o cruz?
La lista de jugadores podrá ser tan larga como se difunda, se corra la voz. La ciudad está llena de gente sin juicio y empobrecida. Todo azar inicia en la ausencia y la necesidad, el deseo. Con los tiempos que corren, mal gobierno y peores curas, la policía, la maldita policía, hacen que el dinero sea insuficiente para comprar libros.
La gente está sola y necesita compañía, imaginaciones que traigan noticias que vuelen en letras. El problema es el mismo de todos los tiempos, no hay dinero. Ante los viejos conflictos para la satisfacción del deseo las nuevas soluciones, Las apuestas. La gente quiere futuro. La lectura es una actividad del futuro, siempre se le pospone porque no hay dinero para comprar libros que nos acompañen a los parques, los hospitales, la cama. La gente no tiene dinero, no trabajan, no hay empleo para los soñadores, no estudian, no hay empleos para el que sueña; los que participan en la apuesta son vulgares ludópatas que adoran el correr de la adrenalina sobre el aire que respiran, cierta carga eléctrica que tensa sus músculos del rostro.
Es bueno estar vivo, inventarse causas para conseguir objetivos. Los apostadores de libros forman una logia secreta en la ciudad. Resulta que es bueno ser ganador de apuestas. El aire es más aire con las manos repletas de libros. El aire que respiran los apostadores de libros hace revolución en los alvéolos pulmonares, limpia todo resentimiento de una vida.
Los apostadores de libros son gente libre. El libro confirma, limpia el aire. El libro inflama el pecho de quien lo porta, como en la adolescencia. Realmente es bueno salir del bar con libros, elevando el puño con una enorme botella de tequila.
Lavo mis manos antes de abrir un libro, esta costumbre me quedó desde mi época marinera. En el paquete de libros que obtuve en la apuesta venía un ejemplar cuyo título recuerdo, El rastro borrado. En todos mis viajes me acompaña un libro de relatos de historias sangrientas. Leo desde la infancia, puedo saber por la portada y el peso del libro de aquél ejemplar que me resultará efectivo para satisfacer mi deseo.
La tarde avanza, los perros le indican con sus ladridos el camino al sol que cae entre los edificios. En el libro, el lugar en que ocurren las cosas donde yo no participo, la historia se suspende mientras el niño que leyó Mocke el ladrón se hace grande, crece, tiene una vida. Emergen sus deseos. La historia, esa trama suspendida puede ser el relato de mí mismo.
Siempre leo de lo que me ocurre o acontece a gente cercana, algo que ya ocurrió y que está en mi cabeza o algo que ocurrirá y que está en mi cabeza. Sé que exagero el desenlace en las palabras leídas. Una trama doble donde se desarrollan acciones y gestos intencionalmente narrados y ocultos. Desciendo los trece escalones para colocar los libros recién adquiridos en el golpe de suerte, la apuesta. Afuera hay un sol quemante pero adentro, entre las paredes forradas de madera y libros, hace frío. Cuando vuelva a subir la policía tocará a la puerta. Tengo las manos limpias pero en mi calzado se perciben diminutas gotas de sangre seca.
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, enero de 2017.