El primero de enero del año de 1994, México despertó con una revolución en marcha, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional tomaba por asalto la ciudad de San Cristóbal de las Casas, así como los municipios de Ocosingo, Las Margaritas y Altamirano.
La madrugada del primero de enero del 94, el EZLN emitía la Declaración de la Selva Lacandona y lanzaba una declaración de guerra contra el gobierno mexicano. Sus principales demandas eran: trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz.
El subcomandante insurgente Marcos, dirigiéndose a turistas preocupados por abandonar la ciudad coleta, les dijo, “Disculpen las molestias, esto es una revolución”, así lo registra el periodista Gaspar Morquecho.
Hay un dato importante que, con el paso del tiempo, ha pasado desapercibido: el primer levantamiento zapatista fue en marzo de 1993, nueve mes antes de su aparición pública, y fue de las mujeres zapatistas.
Así lo expone una Carta de Marcos fechada el 26 de enero de 1994: “Queremos que no nos obliguen a casarnos con el que no queremos. Queremos tener los hijos que queramos y podamos cuidar. Queremos derecho a tener cargo en la comunidad. Queremos derecho a decir nuestra palabra y que se respete. Queremos derecho a estudiar y hasta de ser choferes.
Las “leyes de mujeres” que acababa de leer Susana significaban, para las comunidades indígenas, una verdadera revolución”.
El 28 de marzo de 2001, por primera vez una mujer indígena de una organización rebelde en México, la comandante Esther, hacía uso de la tribuna del Congreso de la Unión, para dirigirse a diputados y senadores.
“Ustedes han sido sensibles a un clamor que no es sólo de los zapatistas, ni sólo de los pueblos indios, sino de todo el pueblo de México. No sólo de los que son pobres como nosotros, también de gente que vive con acomodo. Su sensibilidad como legisladores permitió que una luz alumbrara la oscura noche en que los indígenas nacemos, crecemos, vivimos y morimos. Esa luz es el diálogo. Estamos seguros de que ustedes no confunden la justicia con la limosna. Y que han sabido reconocer en nuestra diferencia la igualdad que como seres humanos y como mexicanos compartimos con ustedes y con todo el pueblo de México”.
Con estos antecedentes no es sorpresivo el anuncio del EZLN-CNI de lanzar una candidatura independiente encabezada por una mujer indígena para las elecciones presidenciales de 2018. Más allá de analizar si es electoralmente viable dicha candidatura (se requerirían aproximadamente 800 mil firmas, 1 por ciento del padrón), el llamado hecho por el EZLN es coherente con su visión del poder y con el papel que han jugado las mujeres en una organización rebelde, a decir del propio Marcos, abiertamente machista.
En la concepción de la lucha de poder de los propios zapatistas del “mandar obedeciendo” y el “para todos todo”, ésta coloca en el centro a quienes han sido maltratadas, humilladas y discriminadas: las mujeres indígenas del estado más pobre de México.
Hace unos días, en una conferencia sobre la participación política de las mujeres, Sara Lovera, recientemente galardonada con el Premio Nacional de Periodismo señaló: “La propuesta de los zapatistas de lanzar la candidatura de una mujer a la presidencia de la república es algo absolutamente simbólico, pero es una aportación cultural muy importante”.
En efecto, es muy poco probable que una mujer indígena, en las actuales condiciones del sistema político electoral mexicano, gane las elecciones a la presidencia de la república, pero de realizarse la candidatura sería un paso muy importante en México. En materia de cultura democrática sería una aportación fundamente para la vida pública del país.
En su más reciente obra, La nación desdibujada, Claudio Lomnitz señala, “El ánimo actual tiene un centro de atención muy claro: la justicia”. Este pulso actual de la sociedad está encarnado, no sólo, pero de manera especial, en la lucha de las mujeres. Un liderazgo indígena y femenino sería hoy el antídoto frente a los males que aquejan al país.