ARTURO FAJARDO NÚÑEZ
Llegó la época de los sentimientos ambivalentes, dije por estas fechas el año pasado, y lo repito hoy. Por una parte, me siento orgullosísimo de, como se dice, mis raíces ancestrales, de la cultura que se aprecia en cada cuadra, en cada iglesia, en cada ciudad antigua de las que llamamos ruinas. De la música que escuchamos y bailamos, de la riqueza gastronómica que saboreamos en cada comida, en cada bebida ancestral, en cada beso que el mezcal nos brinda.
Todo ello está muy bien. De niño me emocionaba La Guelaguetza, subía al cerro, entraba por la parte de arriba sin mucho esfuerzo ni la obligatoriedad de pagar. Sentía la música y me personificaba en cada bailarín, pensaba que algún día estaría ahí bailando la danza de la pluma, danza con la que se cerraba el ciclo de cada año y que los dioses bendecían con una intensa lluvia que de buena gana nos caía a los asistentes.
Ya sabíamos, teníamos que llevar una bolsa para resguardar la cámara y algunos billetes de los de antes, de papel. Los de ahora están diseñados para el buen lavado. Previsores que son estos lavadores.
Un día, nosotros echamos a perder todo, creímos que podríamos convertir todo en negocio. El mezcal, la comida, la danza.
Los dioses nos abandonaron y los bailes ya no fueron agradables a su vista, la comida ya no fue grata a los espíritus, los humanos talaron los bosques, las selvas y cualquier pedazo de tierra para sembrar magueyes y hacer mezcal, toda proporción se perdió, los dioses se enojaron.
La fiesta oaxaqueña ya no fue más para los oaxaqueños y murió el espíritu de lo que era, la intención de quienes la crearon. Murió la mente de la maestra que hizo un baile con mil mujeres, mil frutas, mil notas y mil colores, se extravió en el tiempo y nosotros nos extraviamos con ella.
Los Danzantes de la Pluma pasaron a ser opcionales, no necesarios. Otro numerito más del show. Adiós a lo majestuoso, adiós. Yo mismo me siento ahora opcional.
Se ha perdido por completo la intención dando lugar a la cantidad.
Quisimos hacer tallas de madera y extinguimos el copal, quisimos traer turistas y ahora no sabemos qué hacer con ellos, convertimos nuestros hogares en cantinas y en habitaciones de alquiler.
Los espíritus de nuestras abuelas penan en habitaciones que ahora son mezcalerías decoradas con tiliches, que, por cierto, representan a los espíritus malignos, a los diablos o chamucos como les decían los que fueron antes. Mi bisabuela deambula espantada entre los muebles viejos de su sala. Y tu bisabuela también.
Salimos a atraer turistas y se prendaron de nuestros cantos y salones, que ahora son restaurantes de algo llamado fusión y que dicen que es comida, quisimos que vinieran a visitarnos y acabaron comprándonos, ahora, las pocas propiedades habitables del centro se apellidan eirbiandbi y las vendemos gustosos por día, como meretrices, nos compraron, nos vendimos, nos perdimos.
Nada que ver lo de hoy con el ayer.
Y así andamos ahora, extraviados, haciendo banderitas para lucir bellos, más plástico, más basura.
Jalatlaco el peor vestido. Hay quien lo considera bello, nada saben de la belleza austera. Ni hablar de Xochimilco, mejor ya ni voy para allá. El horror disfrazado de bonito.
Poniendo pisos en los techos y en las paredes para vender más mezcal y más comida que ya no sabe a nada. Tacos de pato en mole, ¡habrase visto! Pintando murales de mujeres antiguas para simular que vivimos muy presentes en el pasado.
Pretendiendo ser lo que ya no somos, imaginando ser lo que fuimos.
Quisiéramos ser indígenas, pero Patricia Ayala, chilena ya nos definió, somos indígenas permitidos: “Al igual que con la tradición indígena, el Estado multicultural promueve una diversidad funcional al sistema y determina lo que los indígenas están autorizados a ser”. Nos sometemos al sistema sin cuestionarlo.
La identidad de la que nos vestimos en estas fechas está terriblemente condenada al más terrible de los fracasos. Los comités de autenticidad autentican a los auténticos.
Estos bailan, estos no. No caben todos en el programa diseñado por nosotros los autenticadores, solo tenemos tres horitas, ¿Qué van a pensar de nosotros los visitantes, nadie aguanta tantas horas sentado?. Quieres ser indio está bien, pero hasta donde yo, el estado, lo permita. Ya te diré lo que es auténtico de lo que no. Yo sí sé, tú que solo has vivido en un pueblo, no. ¿Qué vas tú a saber?
Nos encanta lo indígena, pero no hablamos ni entendemos una sola de las dieciseis lenguas que tanto orgullo nos causan, nos fascina lo indígena, pero nos da asco el olor del huarache de cuero, preferimos guarache birkenstock, nos encanta lo indígena por eso estilizamos las camisas, porque en el fondo nos gusta el estilo, pero aborrecemos el dolor de la pobreza, de la cosecha perdida, del hermano muerto porque las clínicas solo son cuatro paredes sin medicos y sin medicinas, del parto con dolor de las mujeres olvidadas, de las escuelas sin libros ni pizarrones.
Romantizamos la pobreza, pero en el fondo nos causa arcadas. La pobreza es romántica pero no es bella, ni cómoda, da asquito.
Entiendo que el tiempo y las tradiciones cambian. Entiendo que todo evoluciona. Entiendo que nos vendamos. Entiendo que debemos dar paso a lo que queremos ser. Entiendo que nos perdamos en el proceso. Entiendo que queramos ser lo que nunca seremos. Entiendo, pero no admito.
Aquí existió Oaxaca, la otrora orgullosa verde Antequera. Hoy es la ciudad de la antigua Guelaguetza que ni significado tiene ya.
Yo mejor me voy al Baile Serrano, sencillo, hermoso, dónde la música y la hermandad oaxaqueña persiste, subsiste y resiste. Ahí está lo auténtico, en cada nota, en cada paso. Quédense con su guelaguetza carísima, en dólares, que ni se parece a la que quise bailar.