Para ArPim, que tanto gusta de las historias
Como un tronco sano brota de una rama noble.
JOHANN JOACHIM WINCKELMANN, Historia del arte de la Antigüedad
Ella tenía treinta y dos, yo catorce, me enseñó la religión de los besos, la frontera de las despedidas; cuando la busco, desespero, padezco tartamudez. Sólo contemplo el aire sumido de silencios; yo fui un niño tras el tintineo de la hebilla de sus zapatos. Salía al mandado de mi madre por calles sin pavimentar, acompañado por la rueda de metal que me mostraba el camino avanzaba con su nombre entre mis labios.
Elijo el velorio como personaje principal de mi infancia, la pequeña puerta de cristal que hace posible entrar y salir de la muerte sin contratiempos. Puedo decir que extrañamos las órdenes de mamá; hice la infancia en un pueblo de tuberías gastadas, nunca nos enseñaron a racionar el agua porque simplemente no teníamos agua entubada. Mi madre ordenaba traer el agua del río; conocí mujeres que salían del agua con el vestido mojado, pegado a las costillas, los cabellos brillantes.
La fuerza que necesitaba para cargar el cubo de agua salía de nunca supe dónde; hacía muchos viajes hasta llenar la pila. Cubeta tras cubeta. Cuando murió mi padre salimos a comprar maíz al campo, hombres con sombrero subían las fanegas de maíz a la camioneta. Eran las vacaciones largas del verano. Una fanega de maíz, cincuenta y cinco kilos, mi madre compraba maíz a los campesinos para revenderlo por litro en casa. En el campo las jóvenes ocultaban el rostro tras las el muro de adobes (busco en el diccionario de los sueños el significado de la imagen de la mujer oculta su rostro tras el muro de adobes).
Aprender el oficio significa conducir con la mirada puesta en el espejo retrovisor, guiado por el rabillo de los ojos; nada causa más desolación que el bar atestado el fin de quincena. Quizá busco a la campesina que regresa a su pueblo con los hombros cargados de polvo y cansancio, vergüenza, la mirada triste, como campos con el cielo repleto de aviones de los que descienden bombas en racimo; imágenes que bien reconoce un inglés, un serbio, un croata; el musulmán.
En la infancia mi madre me arrulló con el cuento de la lagartija que le cortan la cola y del rabo que se agita en el piso, sale otra lagartija; reluciente y hermosa, con muchos colores. La desdicha nunca termina, vuelve cada cierto tiempo; a su vuelta te hace resistir cualquier tipo de ausencia.
***
Huele a sosa cáustica.
Bajo la luz del día brilla el papel de aluminio, relumbra el encendedor, corre la dicha por aletargada en las jeringas. Los adictos se aplican a los ojos de quien quiera verlos: amas de casa que llegan por la fruta, trabajadores que descargan productos en las tiendas, gente de los restaurantes del Centro, que acude por la despensa. El infierno transcurre bajo el sol, normalizada ya la imagen.
– ¿De dónde son? –pregunto.
– Los avientan de Puebla –dice una voz.
– ¿Quién les vende droga?
No hay respuesta.
En la Central de Abastos existe una norma, nadie menciona nombres.
Personajes principales y secundarios crecen sobre el anonimato.
– Jefe, un peso, deme un peso.
Frente a los puestos, con la lluvia de septiembre, de la nave principal pasan a la esquina del estacionamiento. Llega la policía, los corre; vuelven a la banqueta, frente a la nave. Oaxaca descarga sus aguaceros repentinos, en septiembre. Por las esquinas donde pululaban ebrios consuetudinarios, teporochos, hambrientos de alcohol; borrachos partidos por la pena, mezcófagos, el escuadrón de la muerte, pata de elefante, se puede ver gente en los puros huesos. Las mejillas hundidas. Flacos, greñudos, ausentes. Los krikos suplieron a los alcohólicos –o los alcohólicos trocaron en krikos, para mantenerse en las calles, seguir la fiesta de Oaxaca.
***
Armo, rearmo, desarmo, busco el final de las letras. El traje del sapo lleva la camisa en su axila descosida. El sapo lo sabe y croa, para no llamar la atención sobre su vestimenta.
El perro da vueltas en el patio mientras los muertos montan en su cola. En el velorio de mi hermano Mario Jesús, muerto de enfermedad en su temprana infancia, me causó asombro observar su rostro de niño muerto. Se le miraba una profunda paz, como aquella que habita en el mar en calma. El cristal del féretro abierto hacía la separación entre nosotros y el muerto, la pequeña caja decorada con seda blanca lucía en el velorio con sus listones de mayo, como los que usa en mayo la cabeza de mi madre.
Entre el cadáver de Mario Jesús y nosotros se hizo el espacio, un silencio. Los vivos de negro, cargados de sudores, el muerto de blanco con las mejillas repletas de frescura, sonrosadas. En la infancia el sitio ideal lo era la caja del muerto, a media sala, en la casa de los padres: Mientras recibíamos la mirada considerada de los vecinos. En la infancia los niños se enamoran de la muerte, el sitio al que se puede entrar y salir con sólo empujar la pequeña puerta de cristal. En el velorio pude ver a Mario Jesús salir de la caja y ponerse a jugar con el perro.
En la infancia supe que con las prisas (la enagua que ilumina el piso, la cinta azul que ata tus cabellos a la tarde, la pequeña hebilla de tus zapatos), se olvidan las palabras. Entiendo que sólo en la poesía gana la ley y el negro, pierde el blanco que fue sujeto del asalto en su propia casa, cometido por dos criminales negros. La poesía logra una trampa nueva, verosímil, entre la angustia y el olvido. Escuchamos la nueva trama que corre sobre el aire en la tarde cargada de los asombros, entre alambres y espejos -oscuros alambres que repiten tu nombre con la voz de nuestros muertos tan queridos.