Un móvil suena
y nadie en la avenida.
Un móvil sueña
ANDRÉS NEWMAN, Gotas negras,
40 haikus urbanos
Será que el verano ya no aguanta más tormento.
Las calles de San Martín están solas, la gente se oculta tras puertas y ventanas cerradas; hay temor a las sombras, el viento; porque nadie dice algo sobre este miedo que nos carga, no tenemos palabras.
Mediodía de julio, suena Lester Young en la radio.
En otro tiempo sentíamos orgullo. De San Martín nos enteramos por las noticias de la radio: que hay robacarros, ladrones, secuestradores; casas de seguridad. Uno salía a la calle y saludaba a señor Juan, señor Pedro, señora María.
Estas calles que se alargan junto a Monte Albán, pasan por la escuela primaria, la secundaria, eran como las de un pueblo donde los vecinos se saludan. Desde la loma vemos correr el río lento, su cuerpo de escamas brillosas.
Puedo jurar que, en los días de mayor flagelo, las horas de los altos índices de las defunciones, había presencia entre vecinos, palabras cordiales.
En la esquina de la papelería -Secundaria 106 con Neto– la reja de protección está corrida, por temor a los delincuentes:
– La calle está sola.
Con esfuerzo la gente levanta sus centavos, se la piensa hasta para comprar comida: la tienda Don Neto luce sola, amplia, en las tienditas campean las moscas sobre panes de hace tres días; junto a la Secundaria está el módulo de policía municipal, pero como si no estuviera, nadie confía en los uniformados.
A las calles de San Martín no llega la Guardia Nacional, ni el Ejército ni la Marina.
¿Cómo describir el miedo de la gente?
No hay palabras que nombren este temor.
En los días de la pandemia pude observar el rostro de mis vecinos, envalentonados vieron acercarse el final, el caer uno a uno de los la gente que parecía eterna. A los muertos los acompañaron al velorio, al entierro. Porque tenemos memoria. La tradición fue la voz que instruyó seguir adelante con la vida cotidiana; la epidemia se llevó a los padres de Benito Juárez, de Porfirio Día, lo decían las abuelas, había referencias.
Pero no hay referencias que nos alerten del niño con pistola, de la mujer sicaria.
El crimen es una serpiente de cuerpo largo, se desenrolla lento.
Quizá nuestros nietos sepan qué hacer con el tiempo de la delincuencia, quizá seamos nosotros -nuestra angustia- la referencia de nuestra gente.
Pero para eso hace falta tanto tiempo. ¿Cómo acostumbrarse a las sombras de las rejas? ¿cómo aceptar que la pequeña que despacha en la tienda se juega la vida cada que entra alguien a comprar un refresco?
Podremos acostumbramos a todo, menos al aceptar que entre nuestro dinero y el objeto solicitado medie una reja metálica. Parecemos apestados.
Suena Lester Young en la radio; de la vida pasada nos queda el miedo (hay pandemia, hay delincuencia). Quizá el verano, quizá el gobierno, quizá nosotros que estamos hechos de puro miedo
[1] Terry Eagleton, El sentido de la vida, Paidós, 2007.