Puedo escribir: tarde de sábado, enero, afuera acecha el COVID; me siento a escribir. Pero a tiempo descubro que la idea de mostrar al que escribe poco importa en la contundencia de narración, que las letras necesitan emparejarse a otras letras -otro tono- para poder nombrar con intensidad requerida por el autor; voy a Juan José Saer, La narración objeto. De ahí obtengo este principio: “las chafalonías melodramáticas y morales de la época ya no tienen cabida”. Saer habla de Di Benedetto, el escritor mendocino (1922-1986), autor de El Silenciero -novelista y novela a la que Saer ubica en la altura de nuestro Rulfo y su Pedro Páramo.
Hago pues caso a las instrucciones de Saer, en la pantalla emerge una historia: El hombre montado en el caballo persigue al ferrocarril; escurre sangre del lomo bayo del animal. El hombre va a la guerra, un aeroplano atraviesa el cielo. Desde el caballo que corre puede ver la espalda de una mujer que se desnuda en el vagón. El hombre cabalga, va o viene de la guerra, ¿de dónde sale esta imagen de la mujer desnuda? El hombre siente el golpe del viento; los políticos ofrecen libertad. El hombre cabalga como si fuera un personaje literario que crece sobre las hojas de una libreta negra o sobre la superficie de una fotografía. El saber no ocupa lugar, dijo Aira o El pequeño monje budista. No, secundó solidario Pamuk sentado a las afueras de una estación de ferrocarril en Estambul, sobre la maleta de su padre. El saber no ocupa lugar, ocupa la vida, dijo el viento o el Diablo en mi oreja izquierda.
Busco la libreta amarilla: “Todo relato es construcción, no discurso”, dice Saer; cuando cito descubro mi gusto por la lectura de autores fallecidos, que no gozaron en vida de gran prestigio.
El relato objeto no se marcha, terquea. La tarde trajo un sonido de guitarra eléctrica, intensas sacudidas de ansiedad que me dejaron un intenso dolor en el brazo izquierdo; música de las esferas: puedo escribir estrellas, galope de oscuros caballos, bestias, laudes y sus repeticiones. Con viva curiosidad descubro que las sombras tienen alma, en ellas radica cada ciclo de la repetición. Se gobiernan por sí solas, las formas que emergen sobre el muro. La tarde trae una canción conocida que viene de las alturas cargada de trayectorias que huyen de sí mismas, que, se desdoblan por la ciudad, las nubes; tras el aire voy.
Entre los dedos crece el frío, y torrenciales aguaceros. Las mañanas de sol hacen atmósferas de lejanía, como macizos tabiques. El frío genera sentimientos de nostalgia para el que se atreve a recorrer los parajes del abandono. La localidad expulsora de migrantes, conocida como “Paso de brujas”, despierta al tañer de la campana que llama a clases en la escuela primaria. Desde la loma miro la calle mientras el sol cuelga de la cañada, mece entre los árboles su lenta luz enrojecida, como la corbata del moribundo. Por la tarde cordiales niños, jóvenes y ancianas, viejos, ofrecen el saludo; flota el humo, bajo la techumbre de zinc mujeres y hombres se apiñan en pisos de rústico cemento, entre rojas paredes de adobe.
– Se fueron las historias, nos dejaron el frío -dijo don Cirino, el dueño de la única tienda del pueblo, mientras llena los vasos de oloroso mezcal.
Descubro esto: el pueblo y la memoria, la historia -cierta atmósfera donde habita el generoso trago fuerte- son de don Cirino.