Fotografía : FORBES
Lo más obvio es decir que México se encuentra en una crisis de seguridad, que el nuevo gobierno de López Obrador está teniendo dificultades para obtener resultados con su estrategia y que el alto índice de homicidios dolosos –o asesinatos violentos– puede ser equiparable con saldos de una guerra regular.
Pero la crisis de seguridad no se puede explicar echándole la culpa a gobiernos anteriores, que en verdad han tenido responsabilidad. Pero cada gobierno desde 1982 ha eludido cuando menos una explicación política y realista del origen del problema. Por tanto, cada nuevo gobierno cuando menos se justifica negando su culpabilidad en la inseguridad.
Sin embargo, todos son responsables: la crisis de seguridad es un problema de sistema político mexicano. El PRI –que gobernó de 1929 como Partido Nacional Revolucionario hasta 2000 y regresó en el sexenio 2012-2018– logró estabilidad de seguridad porque mantenía un control político y policiaco de los delincuentes. Y los grupos que se salieron del control –la guerrilla armada en los setenta– fueron aplastados sin piedad.
La inseguridad tiene dos fases generales: la delincuencia común y la delincuencia del narcotráfico. Como punto de partida se establece aquí una tesis central: la delincuencia en México sólo ha podido ser posible por el aval, la complicidad y el apoyo de las instituciones políticas y de gobierno. En diciembre de 1976 el presidente López Portillo designó como jefe de policía de la capital de la república a un comandante de la Dirección Federal de Seguridad (DFS, la policía política del Estado) acusado y revelado en los EE. UU. como responsable del tráfico de droga en el aeropuerto de Ciudad de México. Obvio, las bandas criminales controladas por la policía se multiplicaron.
En 1985, en medio de las presiones brutales de la Casa Blanca y de su embajador John Gavin por el secuestro, tortura y asesinato en Guadalajara del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, el arresto de uno de los dos jefes del principal cártel de la marihuana, Rafael Caro Quintero, reveló que el capo portaba una credencial oficial válida como agente de la DFS, con su foto y con otro nombre. La reacción del gobierno de Miguel de la Madrid y de su secretario de Gobernación (Interior) fue quitar al jefe de la DFS y hacerlo ¡candidato a diputado estatal del PRI por Hidalgo! En 1989 ese jefe policiaco, José Antonio Zorrilla Pérez, fue encarcelado como responsable del asesinato del columnista Manuel Buendía el 30 de mayo de 1984, cuando Buendía se disponía a publicar en su columna en Excélsior nombres de funcionarios que protegían a los narcotraficantes.
A 35 años del crimen de Buendía, la inseguridad vinculada al narco es mucho peor: 250 mil homicidios dolosos en el sexenio del panista Felipe Calderón (2006-2012) y del priísta Peña Nietro (2012-2018), pero con indicios de que la criminalidad asociada al crimen organizado se disparó al alza en 1997 y existió desde 1982.
Una explicación política señala que en 1982 los viejos políticos priístas que mantenían el control interno del sistema con mano dura fueron desplazados por los economistas de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas en 1982. La tecnocracia se deslindó de cualquier control de delincuentes y la inseguridad encontró camino libre. Los cárteles del narco nacieron justamente durante el gobierno de De la Madrid y la gestión de Manuel Bartlett Díaz (hoy activo político del gobierno de López Obrador) como responsable de la política interna. El jefe de la policía política que protegió a los capos funcionaba bajo el mando directo de Bartlett.
A pesar del aviso que representó la crisis de 1985 por la presión estadounidense y sesiones públicas en el Senado para juzgar a México como un Estado protector de delincuentes, ningún presidente de la república ha hecho algo realmente positivo en esa materia. En México se publicaron versiones en medios en 1985 señalando que el gobierno había abierto ventanillas negras para captar los dólares del narco, ante la crisis de divisas para sostener el tipo de cambio. En mayo de 1993 el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo fue acribillado en un enfrentamiento entre bandas de Tijuana y de El Chapo Guzmán en el aeropuerto de Guadalajara. Y sigue latente en la sociedad la sospecha de que el candidato presidencial del PRI Luis Donaldo Colosio pudo haber sido asesinado por órdenes de algún cártel del narco.
Todos los gobiernos recientes limitan su estrategia de seguridad a la vigilancia en las calles y en la captura o muerte de los grandes capos, pero ninguno se ha echado a cuestas la tarea de desmantelar la red de intereses políticos y gubernamentales de los cárteles. A la fecha existen cuando menos una veintena de fuertes cárteles, cuyos mandos superiores han sido muertos en combate, arrestados o extraditados a los EE. UU. El Chapo Guzmán está encarcelado de por vida en los EE. UU., pero su banda del pacífico sigue más fuerte que nunca.
El nuevo gobierno de López Obrador ha presentado algunas variantes en su estrategia de seguridad, con la novedad de una Guardia Nacional. Algunas iniciativas tibias quieren quitar legalmente propiedades a narcos, pero las cifras de inseguridad siguen al alza. La Guardia sería el camino para ir regresando a los militares a sus cuarteles, después de ser lanzados a la guerra contra el narco en diciembre de 2006 con el saldo positivo de descabezar los cárteles, pero en lo negativo no haber tocado —no les correspondía– la estructura de las bandas.
La violencia criminal refleja la ruptura del tejido social, el desmantelamiento del Estado como autoridad, la corrupción de las fuerzas policiacas y judiciales y, la peor parte, la complicidad de la sociedad que protege a los delincuentes.
@carlosramirezh