___ Ninguno va allí.
Sólo los que no tienen a nadie.
Malcom Lowry, Bajo el volcán
I
Las palabras no bajan, no puedo hablar, el pasado llega entre imágenes porque no hay nada más que decir; yo no debiera hablar, estuve frente a la desgracia y pude evitar el final, la muerte. Al silencio le debo la vida. Hago los días con el silencio de los muertos. Sólo le doy vuelta a las frases, no alcanzo a superar el miedo, las ganas de beber que me dejó aquel amor.
II
Venir hasta esta esquina a esperar la muerte; en la mesa de la tasca, no más que techumbre de obreros desempleados del ferrocarril, el mezcal ilumina la tarde. Sólo le doy vuelta a las frases, esta escritura resulta vieja, de otro tiempo que corre lento entre la tarde bermeja. El Farolito, cantina de Parián. Debajo de este pueblo corre un río de aguas lentas, la corriente mansa cada tarde se agita los recuerdos. Los obreros esperaban la llegada del pagador de la empresa, que desde hacía tiempo dejó de ser visto por estas tierras. Los hombres viven de lo que pueden, algo siembran, algo levantan de este sitio amargo mientras reproducen la esperanza.
En El Farolito se consumen lentos, justos tragos de mezcal mientras corre el aire frío entre labios resecos. Sombra y silencios, la imagen que regresa. Una y otra vez le doy vuelta a las frases. La mujer que atiende escribe la cuenta del consumo en una libreta de tapas gastadas, lleva los cabellos atados con una cinta azul. Ella también espera la llegada del pagador de la compañía, en la mesa del fondo un ebrio murmura, menciona los tiempos de la revolución.
___ Más valdría no haber nacido –dijo.
El hombre se queda con el rostro metido entre pequeños vasos de veladora que hacen las veces de copas, “más valdría no haber nacido”, repite entre sueños. Lleva días en la cantina, en Parián, bebe mezcal junto a los obreros desempleados del ferrocarril mientras cae el sol de la tarde, duerme y despierta, entre sollozos. Duerme. Grita. Tarde bermeja. El Farolito, tendajo de muros altos hechos de tierra y varas. El ebrio despierta, grita. La mujer que atiende se acerca, en una mano lleva un plato con semillas de calabaza, en la otra sostiene la cinta de sus cabellos. El ebrio llora, vuelve a dormir.
___ ¿Vas querer que lo anote tu cuenta?– la mujer habla y deja caer su mirada de ojos negros sobre mi persona.
III
No puedo apartar de mis recuerdos el olor de sus cabellos. La tribu que anda entre pecho y espalda mantiene el movimiento necio -sin movimiento la tribu que anda sería olvido-, guiados por un menor de edad o un enano. Los hombres atravesaron el camino como perros o gatos recién paridos, con los ojos cerrados. Buscan El Farolito, en Parián. A los pies de la loma corre un río de aguas mansas, traicionero. Desde la madrugada aquellos hombres contemplaron la orilla opuesta para armarse de valor, entraron a la corriente urgidos por el mezcal. Para ubicar a la tribu que anda entre pecho y espalda debo mirar el espacio vacío, las horas que dejan caer las sombras a la puerta de la tasca, la tarde bermeja, los vasos de veladora –el cristal con una cruz al fondo. El hombre con cara de niño, el enano, desconoce las palabras, guía a la tribu con los ojos cerrados, puro instinto del mezcal, como gato o perro, de apenas tres días de nacidos.
___ Yo también recuerdo a tu hermano– dijo ella.
IV
Pongo aquí un río, un mar, la lluvia que nunca termina. El viaje a la ciudad lo hice para dejar de ser canalla, yo pretendía su cariño, aunque ella estaba con el otro, el muerto, mi hermano -no encuentro palabras, esto me pasa desde que tengo uso de razón, desde la infancia no encuentro palabras. Pensé que no sería mucho querer ocupar el espacio del muerto, pero hicieron falta zapatos, pistolas, lentes de corrección para la vista cansada. El muerto andaba en el cielo, ocupaba el espacio del héroe, yo caminaba en la tierra con una angustia en mi costado– cargo en el cuerpo la falta de las palabras y el mucho mezcal. Ella me dijo, “vamos a tomar algo”; era un modo de comenzar torcido, sólo le doy vuelta a las frases. Así nos llegó la tarde, yo metido en un pleito desigual, el muerto feliz en su río de recuerdos, ella atravesada entre los dos; yo tiraba puñetazos de ciego, desubicado. Hay muertos que son pesos pesados. No hay palabras. El muerto inubicable como el aire que respiramos, ella en la vereda caminaba junto a mi brazo, lejana dentro de su vestido blanco con bolitas rojas, zapatos de tacón. Como a las cinco de la tarde, las cinco de la tarde, se descubrió el final. A esa hora, las cinco de la tarde, vino el muerto en mi ayuda, me echó una mano, yo no podía avanzar hacia ella por más esfuerzos que hacía, sólo pude mencionar como recuerdo vivo las andanzas de mi hermano, aquella alegría solitaria. Ella se alejaba más. Estuvimos en la calle desde el mediodía. Luego de las cervezas en el bar Florida, al abrir la puerta del hotel Toledo, el muerto volvió al pleito por su amor, nos encontró metidos en un abrazo. Las cinco de la tarde, será la hora en que los muertos vuelve por su amor. Tarde bermeja. Los brazos, las manos tienen más palabras. Yo sólo le doy vueltas a las frases, no alcanzo a aclarar mis pensamientos. Para no quedarme atrás en aquella pelea sin futuro –yo llevaba las de perder-, invoqué a mi madre, también muerta. Ella llegó presurosa a socorrer a su hijo último, su benjamín. El amor será grande, como la ilusión de retenerla con mis manos. Mi caso ya no tenía remedio, pelear con un muerto por el amor de una mujer será muy triste, hacerlo para llevarla a la cama con la ayuda de la madre muerta resultará cretino. Hay una presencia sucia entre el silencio, embarra muros, las puertas y ventanas. ¿Cómo puedo hablar de los dos muertos? No lo sé, sólo entiendo que en mi soledad alcancé a bajar el cierre de su vestido blanco con bolitas rojas, ella sobre la cama, ya arrojados sus zapatos de tacón en la alfombra. Yo andaba por la luna grande de su ombligo cuando la reclamó el muerto, ya corrían gotitas de sudor por su axila blanca, mi mano había alcanzado su silencio cuando se cortó el aire inmóvil de la tarde entre sollozos. El silencio se cuajó en la habitación -pesaba la luz, el calor, las cinco de la tarde, las malditas cinco de la tarde con su sol en retirada sobre altos edificios altos. No hice más, como el ahogado que sabe muerto bajé los brazos. Ella dijo, “quédate en mi pecho”. Yo lo hice, pero ya sabía que la pelea estaba perdida, corría la hora del desamor. Entró la noche, ella dijo: “me voy”. Se marchó sin despedirse, el vestido blanco con bolitas rojas, el cierre hasta arriba, bien atados los zapatos de tacón, me dejó la habitación en completa oscuridad, con la cabeza repleta de fantasmas.
V
Trabajar con el crédito hace la esperanza de la mujer que atiende a los ebrios, camina entre las mesas con la cinta de sus cabellos entre las manos, hastiada está por correr del lugar, pero nunca abandona a los ebrios; mientras atiende a la clientela escucha historias sobre la grandeza del ferrocarril, la revolución, sirve platos con semillas de calabaza tostadas en el comal.
___ Así se pasa la vida, entre recuerdos, y nunca alcanzamos distinguir los hechos que hacen esos recuerdos– dijo ella.
VI
El ebrio que duerme en la mesa aparta de un manotazo sus pesadillas, abre los ojos, lleva la mirada enrojecida como si en el sueño llorara por los recuerdos.
___ Hay una mujer en la ciudad– grita.
VII
___ No pude vivir sin Parián, estoy de regreso– dijo el borracho, la copa de veladora en la mano, el rostro iluminado como si participara de una procesión antigua. Regresa del sueño como si sólo hubiera dado un pestañazo, el rostro iluminado con la paz de aquellos que controlan sus miedos; sonríe y mira su copa con el mismo nivel de mezcal donde la había dejado antes del sueño.
VIII
Sólo le doy vuelta a las frases, me faltan palabras que venzan el silencio. El aire está cargado con la presencia de los muertos. La mujer con la cinta de sus cabellos en la mano se aproxima, ofrece mezcal.
___ Mi abuela inició la venta, el primer cliente fue un tal Malcom Lowry– dijo con la cinta de sus cabellos quieta en su mano; arrojó una sonrisa a las sombras, se alejó a servir más copas de mezcal entre los hombres taciturnos.
IX
Sólo le doy vuelta a las frases en espera de que pase algo, que se mueva el polvo de la ventana o me arrastre el aire de los días. Caminaba por las calles de una ciudad desconocida, la cantidad de automóviles que pasaban a mi costado, la prisa de la gente, me turbaron; al atravesar la calle miré la loma, cerca del periférico, antes de la parada de la Comisión, no recordaba haberla visto tan cercana. Desconocía las calles. Puedo jurar que nunca había visto la loma erosionada, tan próxima. Aquella mañana caminaba de regreso a casa, había salido a realizar compras para la despensa y de pronto me encontré en una ciudad desconocida que puso frente a mis ojos al Parián, aquella cantina, El Farolito.
* Este apólogo forma parte del libro Cuentos para leer en Mototaxi, que el autor prepara como festejo por su 30 aniversario en la poesía, que se cumplen en este 2019.