Conocí a Carlos Hemmer hace poco más de veinte años, cuando ambos estudiábamos derecho en la Universidad de Oaxaca. Él venía de Cuicatlán… uno de los pueblos más grandes de la región de la Cañada. No puedo decir que fuimos grandes amigos, pero tomábamos varias clases juntos y lo vi casi todos los días durante los cinco años que duró la carrera.
Sólo conversamos en forma una ocasión. Era una tarde lluviosa de mayo en Ciudad Universitaria. Era el año de mil novecientos noventa y cuatro. Faltaban dos meses para que termináramos la carrera. En ese entonces yo estaba lidiando con un asunto complicado. Acababa de embarazar a mi novia y no tenía el dinero ni la madurez para hacerme cargo.
Tanto Hemmer como yo utilizábamos el transporte público para movernos, así que debíamos caminar desde la Facultad de Derecho hasta la entrada de la Universidad para llegar a la parada de autobús. Sin embargo, el aguacero estaba duro, así que mejor decidimos sentarnos un rato en la entrada de la Facultad en lo que escampaba.
Éramos las únicas dos personas en ese lugar. Al principio, me senté en una silla que estaba afuera de una de las aulas y él se sentó en otra. Ninguno decía nada. Las copas de los árboles se mecían por la brisa y un chorro de agua caía al suelo desde la canaleta del tejado de la Facultad. Hemmer contemplaba el estacionamiento y ojeaba un libro de pasta dura que llevaba consigo. En algún punto, me volteó a ver y se dio cuenta de que lo miraba.
– Bocanegra – me dijo con una familiaridad extraña, como si ya hubiéramos platicado varias veces. – ¿Cómo ves esta pinche lluvia? Se nota que va para largo.
– Así es – le respondí.
– ¿De dónde eres? – preguntó.
Era incómodo tener una conversación cuando estábamos tan alejados el uno del otro, así que acerqué mi silla.
– Soy de aquí… de Oaxaca.
– Vallisto pues.
– Ajá.
– ¿Fumas? – preguntó.
– Claro.
Sacó unos Marlboro del bolsillo de su chamarra y fumamos mientras veíamos la lluvia.
Platicamos casi dos horas. Fue una conversación larga. Terminamos contándonos cosas muy personales. Él me platicó acerca de su niñez en Cuicatlán, me dijo que su padre era alcohólico y que le llevaba casi treinta años a su madre. Me dijo que casi ni lo veía y que su madre se sacrificaba mucho para que él pudiera vivir en Oaxaca y estudiar una carrera. Me dijo que algún día lograría algo grande y sería el orgullo de su pueblo.
Yo le platiqué acerca de mi novia que estaba embarazada de tres meses, le dije que ni siquiera se lo había contado a mi familia porque me daba pena. Él me dijo que actuara como un hombre, que me hiciera cargo de mis responsabilidades, que no había nada peor que un hombre desobligado. Me gustó que dijera las cosas tal y como las pensaba.
Cuando por fin dejó de llover, el cielo ya estaba oscuro y se veían algunas estrellas a lo lejos. Hemmer y yo caminamos hasta la entrada de la universidad y nos despedimos con la promesa de que algún día no muy lejano iríamos a tomar una cerveza.
Sin embargo, las circunstancias se encargaron de que nuestra amistad no pasara de esa tarde. Yo estaba muy ocupado en ese entonces y nunca tuve tiempo de volver a platicar con Hemmer. Dos meses después terminó la universidad y perdimos contacto. Mi novia decidió irse a vivir al Distrito Federal y criar a nuestro hijo sin mi ayuda. No me opuse.
Unos meses después, entré a trabajar al Poder Judicial del Estado y poco a poco fui ascendiendo de puesto hasta que unos años después, llegué a ser juez de primera instancia en materia civil. Hubiese querido ser magistrado, pero nunca lo logré. Para ese puesto se necesita influencia política.
No volví a saber de Hemmer sino hasta el año dos mil cuatro, cuando hubo una reunión de exalumnos de la generación a la que él ni asistió. Mi amiga Rocío Morales me platicó de él, dijo que se había ido a vivir al Distrito Federal, se había casado con una extranjera y trabajaba como agente de bolsa en algún banco. Recuerdo que esa noche bebimos muchísimo y terminamos con otros amigos en el mirador del cerro del Fortín, ante las luces de Oaxaca, recordando viejos tiempos.
Continué con mi vida, resolviendo miles de pleitos legales distintos. Me jubilé en el dos mil doce, me hicieron una fiesta y el gobernador en persona me entregó una medalla por mis años de servicio judicial.
A partir de entonces, aproveché el dinero de mi jubilación para montar un despacho y llevar algunos asuntos. No me costaba trabajo, pues tenía en mi haber varios años de experiencia como juzgador. Sabía cómo se debía promover para obtener respuestas favorables y ganar los asuntos, además de que casi todos los jueces eran mis amigos. Algunos incluso habían sido mis discípulos.
Hubo una vez, a principios del año dos mil catorce, cuando me pareció ver a Hemmer en el centro de Oaxaca. Yo caminaba por la calle de Independencia. Me dirigía a una reunión con unos clientes, era una tarde de sábado y pasó un automóvil negro. A través de la ventana de piloto, lo vi conducir. Parecía feliz. No tuve tiempo de saludarlo. Se alejó y seguí mi camino.
Este suceso cobró importancia después, cuando me enteré de su muerte. Esto fue hace unos meses. Me encontré a Rocío Morales en la inauguración de un centro comercial que construyeron en Santa Lucia del Camino, frente a las oficinas del IEEPO. Venía caminando de la mano con su hijo. Nos saludamos y fuimos a sentarnos en la zona de comida de la plaza. Su hijo fue a los juegos, así que Rocío y yo aprovechamos para platicar acerca de los compañeros de la universidad.
– ¿Has sabido algo de Hemmer? – le pregunté en algún punto de la conversación.
– Sí – me respondió. – Se divorció de su mujer y regresó a vivir a Oaxaca. Al parecer, sufrió de esquizofrenia durante sus últimos años y tuvieron que recluirlo en un manicomio. Se suicidó a mediados del dos mil trece. Se ahorcó en su habitación. Una verdadera tragedia. Tenía tres hijos, imagínate nada más.
La noticia del suicidio de Hemmer me afectó más de lo que hubiera creído, sobre todo por el hecho de que yo creía haberlo visto en ese automóvil negro en una fecha posterior a su muerte.
Sin embargo, hubo otra razón. Si algo me agradó de Hemmer cuando platiqué con él, era justamente la capacidad que tenía para decir las cosas sin miramientos. Mi primera esposa siempre tuvo la misma virtud. Y esa no era la única semejanza que ambos tenían. Pues ella también padecía esquizofrenia. Tenía conversaciones e incluso amistades de años con gente que no existía en la vida real. Ella misma me advirtió de eso cuando nos casamos, pero en ese entonces no era tan notorio. Fue cuando llevábamos un par de años casados, que la enfermedad se agravó.
Aún recuerdo esa tarde nublada cuando la descubrí engañándome con uno de sus amigos imaginarios. Estaba desnuda en la cama, moviéndose de un lado a otro, haciendo el amor con una de sus visiones. Me vio y reaccionó como cualquiera que es atrapado siendo infiel. Se cubrió con la sábana y me imploró que la perdonara. Me explicó que el otro era sólo un amigo y que no lo amaba como a mí. Pero no había nadie más en la cama. Me recargué en la pared y encendí un cigarro mientras la miraba y me frotaba las sienes. Estaba aturdido, decepcionado. Permanecí así durante unos minutos, hasta que comprendí la magnitud de su enfermedad y reflexioné que al fin y al cabo, aquello era mejor que una infidelidad real. Fingí que aceptaba sus disculpas y me senté tranquilamente a esperar en lo que ese otro hombre imaginario se vestía y salía de la casa.
Los siguientes días fueron muy confusos. Era como si todo fuera un sueño. Una pesadilla. Llegué a pensar que quizás era yo el que se había vuelto loco. Tal vez ese otro hombre sí había sido real y no pude verlo por el shock del momento. Fui al psiquiatra con mi mujer y cuando el amante imaginario se apareció en el consultorio donde nos atendía, tuve la certeza de que era ella la que estaba loca. Sin embargo, entendí que realmente quiso engañarme. No fue su culpa el hecho de estar loca y no darse cuenta de que su amante era una más de sus personas imaginarias.
A pesar de todo, decidí aceptar la situación e incluso traté de cuidarla después de ese extraño incidente. Me alejé de mis amigos durante años y desarrollé una idea muy pesimista acerca del mundo. Supongo que eso le suele pasar a la gente que cuida a un esquizofrénico.
Ella se suicidó una noche de agosto. Consiguió unas pastillas para dormir y se tomó todo el frasco. Cuando llegué a la casa estaba tirada afuera del baño con espuma en la boca. Nunca tuvimos hijos.
Actualmente vivo solo en la Calle Mártires de Chicago, en la Colonia Reforma. Es el cuatro de febrero del dos mil quince y bebo un brandy en el balcón de la segunda planta de mi casa. Un muchacho pasea a su perro en el Andador Lázaro Cárdenas y una mujer se mece en el columpio mientras sus hijos juegan en el pasamanos.
Me casé otra vez después de la muerte de mi primera esposa, pero eso no funcionó muy bien. Tampoco tuve hijos con ella y terminamos divorciados al año. Ahora somos amigos. Es extraña la capacidad que tenemos las personas para seguir intentándolo una y otra vez.
Después de cada golpe, la gente a tu alrededor suele decir que cada vez será más sencillo, pero es una mentira. Cada vez es peor y nunca aprendes nada.
Me levanto de la silla y camino hacia la cocina, que está en el primer piso. Me detengo frente a las escaleras y me invade una sensación extraña. Pienso por un momento que al bajarlos, un paso en falso podría hacer que me resbalara y terminara muerto. Cierro los ojos, pensando en lo que implicaría mi muerte. Mi hijo, que ahora debe tener unos veinte años, jamás se enteraría de que su padre está vivo y piensa cada vez más en él. Tomo una buena bocanada de aire y empiezo a bajar los escalones con mucho cuidado. Llego al primer piso y abro los ojos. Todo parece estar en orden. Saco la hoja de papel que guardo en el bolsillo de mi pantalón. Tiene escrito un número telefónico. Me siento en el sillón de la sala, descuelgo el teléfono y empiezo a marcar los números, uno por uno, sin saber realmente quien contestará la llamada.
16 comentarios
Donde encuentro algo mas de esta bella historia?
Comparto el comentario del amigo, me gustaría saber más de esta maravillosa historia….
Un buen relato, personajes bien definidos en pocas palabras, escenarios bien entendidos, historia que va impactando a cada párrafo. El uso de la imagen de Enrique Metinides es muy buena. Felicidades Diego Cosío.
Quisiera saber más de la historia, que final tuvo
donde puedo seguir el hijo de la historia
Muy bella historia.. ☺ como saver mas de ella?.
Muy interesante historia la de Los amigos; por momentos me estremeció. Donde puedo conseguirla para conocer el final? Gracias
Buena historia. Me encantaria saber mas de ella
Me gustaría saber si se encontró con su hijo, son muchos años de no conocerse
Hace tiempo soñé que estaba cubierto de letras, todo mi cuerpo, mi piel eran letras, de todo tipo. Estaba desnudo cubierto de letras, caminaba por las calles, no sentía pena ni vergüenza, todos me miraban como a un bicho raro, pero yo sonreía y saludaba.
Esa misma tarde, cuando detrás de mi hombro buscaba tu nombre, empezó a soplar el aire, vi como tu nombre se desprendía de mi pecho, tu apellido se aferraba a mis manos pero el ventarrón fue mas fuerte, mi rostro se transformó ya no había sonrisas.
Empezó la llovizna y sentía como cada letras se desprendía de mi cuerpo, se mezclaba con el agua, escurría mis cavidades y me fui quedando mudo, mi piel se había perdido.
Gracias por compartir tu bello texto.
muy firme sin palabras
Y el final donde lo leemos, bonita narrativa.
Me alegra mucho que les haya gustado mi humilde relato de ficción. Pueden entrar a este enlace: http://sucedioenoaxaca.com/category/multimedia/blogs/la-jauria-humana/ … Ahí encontrarán los otros relatos que he escrito para mi columna “La Jauría Humana”. Ojalá tengan tiempo de leerlos y compartirme sus opiniones, sugerencias y críticas al respecto. Les agradezco de antemano y les mando un fuerte abrazo.
Hola muy bonita historia pero falta leer el final y me gustaría leerla compreta
Yo soy de cuicatlan igual que hemer bonita historia quiero saber el final