La secretaria fingía redactar un oficio en su computadora, pero lo más seguro es que estuviera jugando solitario. Se me había hecho temprano, era el único candidato en la sala de espera. El director de la dependencia llegaría en cualquier momento para entrevistarme.
En ese entonces me emborrachaba mucho. Estaba deprimido y no tenía nada más que hacer. Salía casi todas las noches a beber a las cantinas del centro con amigos que pasaban por situaciones similares a la mía.
Eran pandillas transitorias… casi accidentales. De repente, alguno dejaba de ir. Se conseguía una novia, un trabajo, o fingía que tenía un problema con la bebida para poder unirse a uno de esos grupos de ayuda donde todos se masturbaban mentalmente. A veces me ponía a pensar que yo era el único que siempre estaba ahí. Incluso llegué a sospechar que tenía un problema de alcoholismo, pero supongo que nunca lo acepté.
Solía ser juez, pero en junio del dos mil trece renuncié porque se supo que aceptaba sobornos al momento de dictar sentencias. Me ofrecieron seguir en el cargo y enfrentar las acusaciones, o irme con una pensión mensual que me darían por un año. Sabía que era culpable, así que preferí la segunda opción.
Un mes después me abandonó mi novia. Fui a ver a unos familiares a Puebla durante un par de días y cuando regresé ya se había llevado sus cosas. Al tercer fin de semana sin saber de ella, entendí que nunca regresaría.
Llamé a unos amigos de la universidad que no veía desde hacía mucho tiempo y fuimos a una cantina en la calle de Bustamante donde bebimos hasta las cinco de la mañana. Como lo mencioné antes, estaban en situaciones tan jodidas como la mía, así que convertimos esa ocasión en un estilo de vida. En las tardes algunos de ellos iban a mi casa en la Colonia Reforma; fumábamos mota, jugábamos cartas y después nos íbamos a alguna cantina. Casi siempre terminábamos la noche en algún putero, pagándoles por sexo a las prostitutas.
Unos meses después, Carlos, un primo que había formado parte de nuestra pandilla y se había salido porque consiguió lo que llaman “una vida” fue a mi casa y me comentó que quizás habría una oportunidad de trabajo para mí. Se sentó en la mesa del comedor con su traje y sus zapatos boleados, actuando como si el hecho de usar esa mierda lo convirtiera en una mejor persona.
– He estado pensando en ti, Luis. Necesitas poner los pies en la tierra y empezar a hacer algo de provecho.
– Estoy haciendo algo de provecho – respondí mientras sacaba una bolsa de marihuana del bolsillo de mi chamarra y me disponía a enrollar un churro con el papel arroz que estaba en la mesa.
– No fumes ahorita, cabrón. Son las once de la mañana.
– Ahora resulta que por usar ese trajecito culero me puedes decir lo que puedo y no puedo hacer en mi propia casa.
– No seas mamón. Vine a proponerte algo. Hay una oportunidad de trabajo.
– ¿Cuánto?
– Carajo, Luis, ¿Yo qué chingados voy a saber? Chamba es chamba.
– Gracias, pero no me interesa. Ya estoy hasta la madre del derecho y de trabajar todo el puto día.
– Bueno, pues esto no es así. Serías el vigilante de un almacén en una oficina de gobierno y trabajarías en el turno nocturno.
Al principio me pareció muy jodido siquiera considerarlo. De juez a velador… toda una puta historia de éxito laboral. Además llevaba una buena vida. Pero no voy a mentir, constantemente me preocupaba el hecho de que en unos meses dejarían de darme la pensión mensual y tendría que empezar a hacer algo para generar dinero. Carlos me explicó que el director de la dependencia era su amigo y que básicamente ya estaba contratado. Terminé aceptando y así fue como acabé sentado en esa sala de espera.
Eran las ocho y media de la mañana. Estaba crudo y cansado. Me había dormido a las dos y despertado a las ocho. Ni siquiera tuve tiempo de planchar la camisa del traje que llevaba puesto. Cuando se me estaban cerrando los ojos, llegó la otra persona que venía a la entrevista. Era una mujer de unos veintitantos años, alta con cabello negro largo y muy guapa. Se presentó con la secretaria y ella le dijo que esperara. Se sentó en un sillón que estaba frente al mío.
La secretaria se levantó de su escritorio y fue hacia el baño. La mujer me miraba disimuladamente. Cuando me di cuenta la miré también, sonrió y volteó a ver hacia otro lado pero volvió a mirarme y seguía sin dejar de sonreír.
– ¿Vienes por lo del trabajo nocturno? – preguntó.
– Sí – saqué una cajetilla de cigarros. – ¿Quieres?
– ¿Por qué no? – respondió.
Salimos de la oficina y fuimos al estacionamiento. La dependencia estaba en las faldas del Cerro del Fortín. Nos sentamos en la defensa de una camioneta. Encendí dos cigarros y le di uno a ella.
– Gracias – olía a perfume. Echó la cabeza hacia atrás para acomodar su cabello. Luego miró la ciudad de Oaxaca, que brillaba a la luz de los primeros rayos matutinos del sol.
– Bonita vista – le dije.
– Apuesto a que es aún mejor de noche.
– Supongo que eso lo descubriremos pronto.
– Ojalá que sí.
– ¿Cómo es qué una muchacha tan guapa como tú quiere un empleo como éste?
– Gracias por el cumplido – volteó y me miró como si nos conociéramos de toda la vida. – Pues estudio en las mañanas… y necesito el dinero. Por cierto, me alegra que seas tú.
– ¿Qué?
– ¿No te comentaron? Sólo hay dos lugares para este puesto. Vamos a pasar muchas noches aquí. Me alegra que la otra persona seas tú.
– A mí también me alegra.
– Supongo que tendremos que encontrar algo que hacer para no aburrirnos.
Antes de que pudiera asimilar lo que acababa de escuchar, un coche se estacionó frente a la oficina y un hombre entró. Era el jefe de la dependencia, así que volvimos a la sala de espera.
Primero entró ella. Estuvo ahí unos diez minutos. Cuando salió, se veía contenta.
– ¿Qué tal? – le pregunté.
– Excelente… dice que pases. Ya me tengo que ir, pero nos vemos el lunes para nuestra primera noche – rió, me guiñó el ojo y se fue.
La oficina se parecía mucho a la que yo tenía cuando era juez. Un escritorio de caoba y algunos libros en el estante. El jefe de la dependencia hacía ademanes afeminados con las manos y tenía una voz muy aguda. Era claramente homosexual, pero ese no era mi problema.
– Luis Quevedo… me dijo Carlos que vendrías. ¿Puedo ver tu currículum?
Se lo di y empezó a revisarlo, pasando las hojas afeminadamente y alzando una de sus cejas como si fuera María Félix.
– Abogado titulado con mención honorífica, litigante, secretario de acuerdos, juez… no todos los días tengo candidatos como tú. ¿Por qué dejaste de trabajar en el juzgado?
– ¿Puedo ser honesto, licenciado?
– Por favor.
– Me pidieron hacer algo sucio. Aceptar sobornos para dictar sentencias, simular actuaciones… ya sabe… y naturalmente me negué. Eso fue lo que pasó.
– Qué triste. Por eso nuestro país está como está. Pero mira, estás sobre calificado para este puesto, y un amigo mío que dirige otra dependencia está buscando a alguien que tenga justamente tu perfil. Ganarías más y podrías dedicarte a tu carrera…
Traté de insistir amablemente, pero el maricón no cedió. Al final, hizo una llamada y me dio una hoja con la dirección de otra oficina donde me contratarían como jefe del departamento jurídico.
Caminé hacia la parada del autobús, buscando a la mujer que había conocido, pero ya no estaba. Imaginé a otro ocupando mi lugar y haciéndole el amor todas las noches… y luego pensé en mí mismo, resolviendo asuntos jurídicos todo el día cuando en realidad nunca me gustó la carrera.
Subí al primer camión que se detuvo en la parada sin siquiera fijarme en su ruta y me senté en la última fila. Saqué de mi bolsillo la hoja que me había dado el maricón y la arrojé por la ventana.
El camión recorría con lentitud la Avenida Niños Héroes y yo me dije a mi mismo que no quería volver a escuchar nada de ese empleo de mierda… aunque en el fondo sabía que esa misma semana terminaría aceptándolo.