La inocencia llega entre sudor, sangre y lágrimas y también así se va. Noches eternas, en donde un parpadeo es suficiente para que los indefensos sean arrancados de su estirpe. Gritos. Mujeres lamentándose porque lo que se les ha arrebatado no regresará. Días después aparecerán en el claro del bosque sólo los fragmentos de lo que fue. Cuerpos vacíos, sin entrañas.
Gigantescos árboles mecen sus copas arrullando sus almas, dejando pasar a través de su follaje los llantos de los que yacieron en su interior. Son un pueblo sumergido en el miedo.
Todos temen salir a pedir ayuda ya que ni la luz del sol puede penetrar las profundidades de ese lugar. Y justo ahí es en donde vive él, el que los devora. Bestia que vive en la penumbra. Inmortal. Rejuvenece con cada bocado. Inocentes sin ojos para que él pueda ver mejor. Inocentes sin orejas para que él pueda oír mejor. Cuerpos desmembrados sin manos ni nariz para que él sienta y huela mejor.
Uno a uno, paso a paso, una niña puso sus pies a andar, valiente su vida arriesga, poderosa, virgen, convertida en mujer.
Acechándola a lo lejos le preguntó: ¿A dónde vas? ¿No temes a la oscuridad?
—Por supuesto que temo —contestó sin saber sus intenciones.
En afán de tenderle una trampa, la guió por el sendero más largo, diciendo que llegaría a un monasterio, y él tomó el corto.
En el monasterio no tuvo piedad y aniquiló a cada de uno de los que ahí residían, más por placer que por motivo. Y se sentó a esperar en el fondo de la sala.
La enorme puerta de madera que decoraba la entrada principal estaba ligeramente abierta permitiéndole el paso, entró cautelosa, testigos fueron sus ojos de tal fechoría. Al acercarse a la sala él murmuró:
—Ven, acércate para que pueda verte mejor —Ella se acercó al centro del salón y se detuvo. Turbado a los colores, más no así al olfato, toda ella olía a rojo.
Y ahí en el centro estaba un libro grueso antiguo, en el cuál se leía: “A la Bestia sólo se le puede vencer, marcando de rojo a los inocentes que acaban de nacer. Sangre derramar en los troncos de los árboles para poderla detener”. Ella tomó el libro entre sus brazos, se dio la vuelta y regresó a casa.
La luz volvió a llegar a los hogares. Noches sosegadas. Árboles cubiertos. Y en el bautizo se le coloca a cada niño una caperuza roja para protegerlos de la Bestia, que aunque ya no ve mejor, ni oye mejor, todavía puede devorarte mejor.
Silvia Peña Arreola es escritora autodidacta. Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua y reside en la capital oaxaqueña desde los 18 años. Ha participado en varios talleres de escritura creativa y poesía en los últimos años. Tiene un diplomado de la Universidad La Salle enfocado en Literatura para la primera infancia. Algunos de sus cuentos forman parte de la antología oaxaqueña “Malicia Literaria” (2018), y de “Oaxaca y más allá” (2023), antología bilingüe publicada por la Universidad Politécnica de Humbold en colaboración con la UABJO en los Estados Unidos de América. Actualmente trabaja en la publicación de su primer cuento infantil.